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Yo tengo una amiga que se llama Amelia. Vive lejos de mi, muy lejos. Tanto que ella vive en una isla, rozando con África, y yo en el centro de la Península. No puedo verla, ni sé cómo es en persona más que por foto. Su cámara fotográfica a la que le faltan cinco tornillos me ha permitido saber cómo es ella, su hija Marimar y su diablo Avalón, su perro. Me gusta hablar con ella porque, como yo, creo que es una cachonda mental.
La conozco desde hace no mucho, quizá camino de dos años. Fue cuando ella y yo escribíamos en los Live Spaces antes de que allí se produjera el huracán censurador, que se tradujo en que nadie podía escribir o poner la foto de un semidesnudo (aunque fuese un dibujo) sin que le quitaran el blog al medio segundo, aunque los de Microsoft pusiesen al mismo tiempo anuncios mostrando calzoncillos y paquetes masculinos en lo alto de la página de acceso a los Spaces. Pero eso es otra cuestión.
Decía que conocí a Amelia en los Spaces un día cualquiera. No sé si fue ella quien entró en mi blog o al revés, pero creo que fui yo quien primero le comenté alguna entrada. Pero eso da igual, lo cierto es que tuve la inmensa suerte de encontrarla, de dar con ella y, a partir de ese momento, de aprender con ella.
Desde el primer momento vi que era una mujer sabia, la voz de la experiencia, que ha aprendido de la vida y que regala generosamente todo ese conocimiento para quien lo quiera acoger. Y yo, sediento de aprender como todo joven, pronto comprendí que ella era una mina. Desarrollamos, y lo seguimos haciendo, un cariño inmenso el uno hacia el otro. De vez en cuando nos llamamos por teléfono y, hay que decirlo, lo pasamos pipa, a carcajada limpia. Es como una más de la familia, me preocupa lo que le pasa y, si algo me ocurre o me preocupa, enseguida me llama para saber y darme consejo. Ella es indispensable.
Con lo que ha pasado en los últimos días ha ocurrido lo mismo. Me llamó rauda y veloz, me comprendió, se puso en mi piel, me ofreció su opinión y me dio consejo. Hoy lo ha vuelto a hacer, diciendo que, aunque duela, hay que olvidarse de las personas que no nos merecen, ni saben apreciar lo que valemos. Y tiene razón.
Amelia siempre tiene razón. Después de leer su mensaje de hoy, he experimentado algo a lo que no estoy acostumbrado: una oleada de buenas vibraciones, de optimismo vital, de luchar por la vida, de pelearla. Seguro que esto le encanta, pues siempre quiere verme bien y feliz, sintiendo la vida, palpitando a pesar de los pesares.
Amelia es absolutamente imprescindible. Me gustaría que nunca me faltase porque, al compás de esta canción, sencillamente adoro el momento en que di con ella y mi ser se enriqueció con tantos matices y buenas vibraciones a tutiplén.




Muchas gracias por todo Amelia.

Pues sí. Por mucho que le cueste creerlo, este tonto del haba soy yo y usted es la culpable del desbarajuste que tengo ahora ante mi. Bendito desbarajuste, bien es cierto. Pero usted es ingrata, no me toma en consideración, juega conmigo y con mis sentimientos, pareciendo que disfruta con ello. Usted es por ello y al mismo tiempo la fuente de todas mis insatisfacciones.
Usted es mala, pero yo soy un idiota redomado pues parece como si me gustara que jugaran conmigo de esta inhumana forma, que me esclavizaran y me hicieran sufrir de este modo cruel. Usted no me comprende, ni sabe nada de lo que me está haciendo pasar, es una frívola.
Por eso, usted me desespera, me mata, me enloquece, me pone el mundo del revés. Y, en cierto modo, me alegro de que usted haya encontrado en mi persona su payaso particular, pues no encuentro más placer que hacerle disfrutar a usted, aunque sea a su malévola manera y a tan alto precio para mi.


Solemos apegarnos a las cosas materiales. Ese es uno de los grandes errores que cometemos los humanos: encariñarnos de lo que nos rodea, resultándonos luego casi imposible desprendernos de ello.



Hace algo más de diez años, mis padres se compraron su segundo coche. El primero fue un Seat Málaga, comprado en 1987 y que vivió hasta doce años después. En 1999, con el Málaga a punto de autodestruirse por sí mismo muy a mi pesar de su dueño, mi padre, volvimos a repetir con la marca catalana y adquirimos un entonces flamante Seat Toledo. En octubre de 1998 empezó a comercializarse y, desde que vi aquel anuncio de Mayumaná, juré que ese coche debía ser nuestro. Me encantaron aquellas formas, aquel frontal, aquella presencia tan curiosa (e impactante) para lo que entonces era Seat.



Después de algunos meses de convencer, compramos el nuevo coche en mayo de 1999: 20 válvulas, 125 cavallos. Fue una muy buena adquisición porque, desde entonces, no nos ha dado ningún problema, ninguna avería, siempre yendo como un tiro. Eso me ratifica en que Seat es una buena marca, pues el Málaga también salió muy bueno. Y ya van diez años, a lo largo de los cuales nos ha llevado todos los veranos a Cartagena y a Torrevieja, pero también a Toledo, a Burgos, a Segovia, a Asturias, a Cataluña, a Galicia, a Castellón, a Cuenca, a Guadalajara y seguramente a algún sitio más que ahora mismo no recuerdo. Incluso, una de las primeras personas que se montaron en él ya no está con nosotros y en el primer viaje que hicimos con él tuvimos la oportunidad de "estrenarlo" con un accidente sin importancia en la A-3, a la altura de Tarancón, menudo susto.

Esta vez el Toledo no se va a jubilar. Va a ser heredado por nosotros, que tratamos de aprender a conducir. Entre tanto, damos la bienvenida al Volkswagen Passat, capricho de mi querido padre, sin saber dónde nos llevará, si saldrá bueno o no, qué experiencias nos tocará vivir con y en él, hasta cuándo y si podremos contarlo, que espero que sí. En fin, Dios proveerá.
Saludos a todos.

Mañana día 20 de septiembre, hace año y medio que un ser especial se fue de "mi lado" para siempre. Sentí como si todo el mundo se me hubiese venido encima, como si todo ya careciese de sentido y me costaba pensar en el futuro sin ella. Seguir vivo me parecía imposible, en resumidas cuentas.

Poco a poco me fui dando cuenta de que lo que suele decir la gente, eso de que el tiempo cura todo, es una solemne mentira. El tiempo no cura nada y el dolor siempre está ahí. En otras palabras, la úlcera nos sale el día de la partida de algún ser querido y, hasta que no morimos, la herida nos acompaña abriéndose para sangrar copiosamente de vez en cuando. Lo que ocurre es que las ocupaciones, el trabajo, las amistades, la vuelta a la rutina de costumbre, etc., etc., nos va disuadiendo de pensar en el hecho luctuoso y nos parece que hemos superado el trance. Pero el dolor siempre está ahí, con una intensidad dependiente del amor que se tuviera a la persona desaparecida, por muchos meses y años que pasen. Solo con rascar un poco, sale sangre. Yo, por ejemplo, no puedo ver una foto suya, me pongo malo. Y cuando de repente me viene algún recuerdo intento por todos los medios desecharlo, para no entristecerme el día.

Hoy (y mañana) voy a tener la úlcera abierta y sangrando, mientras pienso que este poema de Pepe Viyuela refleja a la perfección lo que siento ahora mismo por quien se me fue casi sin avisar y sin apenas darme tiempo de despedirnos: un amor inmenso. Un bello poema, que dice así:

  • Quizás nunca te haya sentido
  • tan cerca como ahora
  • que dicen que te has ido para siempre.

  • Ahora que tu voz no está,
  • ni ven tus ojos lo que pasa,
  • ni iluminan los días tu sonrisa.

  • Precisamente ahora,
  • que dicen que te has ido,
  • ahora es mi memoria,
  • tu voz, tus ojos, tu palabra.

  • Y ahora hablan estos tus poemas
  • a través de mi pluma y es tu mano
  • la que me guía al escribirlos.

  • Quizás nunca te haya sentido
  • tan próximo, tan dentro, como ahora
  • que parece que te hayas ido.

  • Precisamente ahora
  • que lo que ocurre en realidad
  • es que no es necesaria tu presencia
  • para saber que estás en todas partes.

Pepe Viyuela (2009): La luz en la memoria, Ediciones Amargord, Madrid.

Saludos a todos y un beso para la que está en todas partes.

Supongo que para cualquier cantante su éxito personal-profesional se mide en función de lo que opinen los oyentes y admiradores sobre sus discos. Y me imagino que lo mejor de lo mejor será que le digan que su trabajo es magnífico, irrepetible y, sobre todo, que no aburre por muchas veces que se escuche.




Eso es lo que me pasa cuando disfruto, porque no puedo decir que haga otra cosa, de cada una de las trece canciones que componen el último trabajo discográfico de Moncho Calabuch Batista, o sea, el Gitano del Bolero, titulado: El tío Moncho. El arte del bolero. En él, el bolerista barcelonés canta con su peculiar estilo y su poderoso e incombustible chorro de voz y, al mismo tiempo, en aquellas canciones interpretadas a dúo junto a sus famosos sobrinos, se atreve a fusionar con notable éxito el bolero con los ritmos flamencos.





Confieso que el flamenco propiamente dicho nunca me ha gustado. Es más, hasta me llegaba a desagradar. Sin embargo, el bolero me pierde, soy todo un romántico, y esta curiosa mezcla me ha dejado admirado. Es verdad, soy un romántico empedernido aunque no ejerzo mucho como tal en mi vida diaria, más bien nada, pues nunca tuve pareja ni voy por ahí piropeando o llevándome de calle a las mozas fermosas con las que me topo. De hecho, soy bastante vergonzoso y siempre velo por guardar las formas. En cualquier caso y en términos prácticos, a ojos del resto de la sociedad no soy más que un marginado de veinticinco años al que le gusta este tipo de música. Pero qué se le va a hacer, a mi el hipi hopo, el reguetón, Camarón y las camisetas de tirantes no me llaman, pido disculpas.





El caso es que es un disco precioso desde el principio hasta el final, un pequeño tesoro para los amantes del bolero y los seguidores de uno de los tres reyes del bolero que ha dado el mundo. Yo solo puedo recomendarlo y esperar que a alguien le pueda gustar tanto como a mi.




Es una obra llena de matices, letras que llegan y que, sin duda, nos hacen recordar algunas experiencias vividas por muchos de nosotros a lo largo de nuestras vidas. Son canciones, podríamos decir, para cada momento. Eso es lo que más me gusta de este trabajo de quien podría definirse como el más experto en cantar los sentimientos de amor de la gente del común.



Pues lo dicho, que lo disfruten. Saludos a todos.

Me gustaría saber qué harían ustedes en mi lugar. Verán, para dentro de un par de días tengo convocado un acto familiar fuera de mi habitual lugar de residencia. O sea, me tengo que desplazar unos cuantos de cientos de kilómetros para asistir a un curioso bodorrio.
Uno de los contrayentes es familiar mío, muy directo, lleva mi sangre y la de mi madre y abuela. A pesar de ello se trata de una persona a la que no aprecio y que, por otro lado, tampoco me ha querido nunca. Aunque sea de mi familia, nunca me ha manifestado cariño alguno y, ante esa tesitura, yo me limité desde niño a tragarle cada vez que me desplazaba de vacaciones con mi abuela. Dada la relación que tuvimos ella y yo, siempre me tuvo una envidia loca y me hizo ver escenas impropias para un zagal de la edad que yo tenía entonces. El caso es que por ir a estar con mi abuela, tenía que tragármelo a él con patatas fritas, año tras año, viaje tras viaje pero, después de su fallecimiento, juré en caliente no volver a verle en mi vida.
Pero no sé si será porque uno es bueno o, lo que es peor, gilipollas, pero me está empezando a machacar el remordimiento de conciencia. Pienso que seguro que mi abuela querría que fuera a verle de vez en cuando, aunque solo fuera saludarle media hora, y pensaría, de hecho, que no ir al acto es una falta de educación. El caso es que no me importa lo que haga con su vida el contrayente y no digamos la contrayente, venida para más señas de la tierra de la conga tumbadora y del carnaval.
Cuando pienso en él se me revuelve todo el cuerpo, por el daño cometido. Ahora, ausente mi abuela, se ha corregido, se ha vuelto sorprendentemente formal, es capaz de mantener una casa y hasta casarse. Lo nunca visto. Antes no se soportaba ni a sí mismo y extendió su tiranía por toda la casa. Quien entraba allí debía obedecerle a él, no a la dueña. Y si no, atenerse a las consecuencias. Así vivió mi abuela desde 1980 hasta 2008, que se dice pronto. Ahora hablas con él y todo está olvidado, no se acuerda de nada, va al cementerio dos veces por semana a rezarle a su santa madre, ayuda a las vecinas con la compra cuando no fue capaz ni de llevar a su madre al médico y yo, mientras tanto, doblado de rabia cada vez que me cuentan este tipo de cosas. Pero, en fin, parece que hace falta que la gente se muera para que las cosas cambien.
Pero con los propios, no con los de fuera, sigue sin llevarse bien. Los de la familia seguimos siendo los mismos de antes, omito insultos. Aun así, nos mandó invitaciones de boda y un número de cuenta para ingresarle el regalo, cosa que no he hecho, ni pienso hacer. El caso es que no sé si asistir o no por fidelidad al recuerdo de mi abuela y, de paso, pasearme por mi tierra y ver a la gente a la que verdaderamente quiero: mis queridos vecinos de allí.
Seguiré dándole vueltas, me imagino. Gracias por vuestros pareceres.


Hace unos días, curioseando por el blog de Madrugario, pude ver un vídeo en el que el Dr. Fernando Savater, aparte de manifestar que la idea de España se la soplaba, pronunció esta frase:

"La única patria decente que hay en el mundo es la infancia"

Y tiene mucha razón. Esos primeros olores y sabores, las primeras calles recorridas, las primeras personas conocidas y los paisajes y cosas que vemos cuando nuestros ojos se abren por vez primera, nos marcan para siempre. Y si encima se trata de experiencias felices, éstas se convierten en un recuerdo que nos acompañará hasta que rindamos la vida y en uno de los pilares maestros que sustentarán todo nuestro devenir futuro por el mundo.

En mi biografía, aparte del lugar en el que llevo viviendo para bien o para mal desde casi que nací, hay un sitio que es parte esencial de mi "patria". Allí fui el zagal más feliz del mundo, pasando las mañanas, las tardes y las noches en compañía de mis padres y de mi siempre querida abuela. Creo que desde que nací entre ella y yo hubo un algo especial que permitió, al cabo de los años, desarrollar una relación muy estrecha; nos conocíamos bien, no hacía falta que ella hablase para que yo supiese lo que me quería decir. Y ella, por su parte, solo con mis gestos, podía adivinar mi estado de ánimo o mi opinión sobre tal o cual cosa, aunque sorprendentemente la mayor parte del año lo pasábamos separados por una terrible distancia de más de 400 kilómetros. Disfrutaba, pues, como un niño, nunca mejor dicho, de la playa, del apartamento, de los juguetes para hacer figuras con la arena o de una barca de plástico con la que me gustaba bañarme en el mar. Imposible borrar de mi cabeza el sabor y el olor de las tostadas con tomate, aceite y sal que mi abuela preparaba para que desayunáramos ella y yo. Era, de hecho, mi desayuno de Torrevieja, pues solo lo tomaba cuando estaba allí con ella. Recuerdo cuando enseñamos a nadar a mi hermana e, incluso, recuerdo a mi tía Mila cantándome de noche la nana del mundo al revés o los pulpos que pescaba a veces mi tío José Fabián y que me dejaban boquiabierto.

Pero, sobre todo, si de algo disfruté fue de veranos enteros -desde finales de Junio hasta mediados de Septiembre, por regla general- en compañía de un ser excepcional, admirable, maravilloso. Ella y yo solos, especialmente los últimos años. Poco a poco fue encontrándose con menos fuerzas pero, no sé ni cómo, yo conseguía tirar de ella y que pasase el verano sin calor, sin sudar y mitigando en lo posible los efectos de la terrible mezcla de los calores veraniegos con su cardiopatía e insuficiencia respiratoria.

El caso es que todo acabó, y de forma repentina, hace casi un año y medio. Quizá se veía venir porque ella había empeorado muchísimo en su salud, vivía los últimos meses dependiendo de una máquina de oxigenoterapia domiciliaria y viviendo con una calidad de vida bastante pobre. Y como suele ocurrir en estos casos, los herederos cuelgan del balcón de la casa de los que ya no están un ingrato cartel de "Se vende". Duele mirar hacia arriba y ver aquel cartel que parece ignominioso pues, según los casos, muestra que los recuerdos y tantos años vividos no importan demasiado a los que se quedan aquí. Por eso digo que ese trozo de mi patria me lo quieren arrancar. Además, si se vendiera yo ya no tendría otro sitio adonde escaparme de la agobiante Madrid ni, por supuesto, podría volver a ver a mis tíos y primas, que siempre nos hemos juntado en esa casa. Así que me temo que, llegados a esta situación, lo único que puedo hacer es moverme yo también y evitarlo por todos los medios. Y a ver quién se lleva el gato al agua.

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