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Ya hace casi dos años que se fue, que me dejó vacío, con la sensación de que se había derrumbado de repente uno de los pilares maestros de mi vida; uno de esos que sujetaban hasta entonces mi existencia diaria, mi razón de vivir, mi por qué estar en este mundo y la explicación a todas mis preguntas. Mis manos se quedaron frías, yo parecía una sombra de lo que fuimos y parecía que lo había perdido todo, que me había quedado sin nada. Desde que se fue, algo me faltaba. No sabía muy bien lo que era, todo parecía alterado. Y era porque todos sus rincones, sus tiendas, su banco de la calle, su mecedora, su cama, el parque, su casa, etc., estaban faltos de ella. Todo me traía recuerdos suyos, hasta los paquetes de sus medicinas y la carnicería de su amigo Benito, por no hablar de los plátanos ni muy maduros ni muy verdes que Pedro siempre le guardaba para ella en exclusiva. Y yo solo quería llorar.



Fue como un terremoto, de la noche a la mañana, todo me parecía una pesadilla, algo que no había ocurrido en la realidad aunque era consciente de que estaba despierto. Me instalé como en una realidad paralela a este mundo, me resistía a reconocer la evidencia pues ella se me aparecía en todas partes, todo olía a ella, todo sonaba a ella, todos me hablaban de ella.

Siempre, todos los días, me gustaba pensar en lo que estaría haciendo en cada momento y nunca faltaban nuestras llamadas y, de vez en cuando, siempre que podía escaparme, visitas a su casa. Me gustaba estar con ella porque sentía que era feliz, que ardía en deseos de estar conmigo porque nadie le trataba con la paciencia y la comprensión con que lo hacía yo. Por otro lado, nadie presumía de mí, de mis notas, de los cuidados que le daba, de los mandados que le hacía, etc., como ella. Todo alrededor de ella era dulzura, amor, esperanza, ejemplo de vida sacrificada por la enfermedad y los disgustos y, a pesar de todo eso, una conmovedora sensación de que la fe mueve montañas. Y eso no me dejaba indiferente.

Pero ella se esfumó casi de repente, sin avisar y sin apenas darme tiempo de reacción o de asimilación de lo que estaba pasando. La tarde-noche del 16 de marzo de 2008 recibí una llamada avisándome de que estaba ingresada, de que esta vez no respondía extrañamente al tratamiento y parecía no superar la insuficiencia respiratoria que tantas veces la había llevado al hospital y que había superado como una campeona.

Hubo un momento en que pareció espabilarse después de que le dieran la cena y pude escuchar su voz. Fueron tres palabras porque no era capaz de hablar, se ahogaba. Su voz, rota, entrecortada, se me clavó en el alma y comprendí que me necesitaba allí. Le dije que no se preocupara, que iba a ir a verla y que pronto saldríamos del hospital. Rápidamente, como pude, con unos nervios espantosos, hice una pequeña maleta. Metí en ella lo justo y necesario pero, además, una camisa blanca y una corbata negra. Intuía, con una seguridad casi plena, que no iba a volver a Madrid con mi abuela en vida. Y me fui.

Cuando llegué al día siguiente, después de muchas horas de viaje y de 500 kilómetros, la acababan de sedar. Ya no aguantaba más y el médico lo creyó conveniente. No pude hablar con ella, ni siquiera hacer que me viera; solo la hablé y la besé cuantas veces pude. Me quedé con la incógnita de si los sintió o no. Me derrumbé mil veces, no podía soportar verla así. Me embargó la sensación de que le había fallado, de que no había sido lo suficientemente rápido, de que ya no había marcha atrás, de que se me estaba escapando delante de mis narices sin que ni los médicos ni yo pudiéramos hacer nada más que esperar; esperar que su sufrimiento fuese el mínimo posible.

Y todo pasó. Y yo no reaccioné. Me quedé anclado en ese día hasta bastante tiempo después. Justo cuando comprendí dos cosas: por un lado, que el tiempo no cura nada por sí mismo -cosa que se me repetía por activa, pasiva y perifrástica por todas partes- y que, por tanto, hay que aprender a vivir sin las personas que desaparecen de nuestro lado. Y los hay que aprenden antes y los que lo hacen después. Yo fui de los tardones porque, sin duda, se me fue medio corazón, se me desgarró el alma, se me abrió una úlcera que parecía imposible de cerrar. La otra cosa que pude comprobar es que, aunque no la vea, aunque no la escuche, aunque no la pueda besuquear, aunque no la pueda llamar, aunque no me pueda bajar a la playa con ella, etc., ella está en mis días más presente que antes.

Precisamente ahora
que lo que ocurre en realidad
es que no es necesaria tu presencia
para saber que estás en todas partes

Pepe Viyuela (2009): La luz en la memoria, Ediciones Amargord, Madrid.

4 guarrindongos tienen algo que decir:

Y como se recuerdan las ausencias cuando llegan las fechas verdad???
Lo siento mucho, pero tu abuela, aún no siendo creyente, seguro que la tienes ahí...

Un abrazo.

17 de marzo de 2010, 0:14  

Jota, me dejas emocionada. Es un placer gozar del amor que sentías y sientes por tu abuela y yo lo he gozado, de verdad.
Sentimientos puros, blancos, transparentes.
Creo que te dije en algun comentario anterior que tu abuela ahora está emocionada, sonriendo y orgullosa de su nieto y razones tiene.
No dudes que te escuchó y te sintió y cuando hoy, en tu vida, notes una brisa rozando tu piel cuando no hay aire, siéntela que es tu abuela acariciándote.
Yo noto esa caricia.
Un beso emocionado.

17 de marzo de 2010, 1:47  

Tenías una relación con tu abuela como la que yo tuve con mi abuelo. También perteneció a esa clase de seres especiales que dejan una huella imborrable. Le dediqué una entrada en el blog que se titula "Mi abuelo". En septiembre se cumplirán catorce años y todavía se me anuda la garganta cuando pienso en la noche que se fue.

Mi madre, sabiendo lo unida que yo estaba a mi abuelo y estando embarazada de apenas un mes, no me quiso decir nada; no obstante lo supe. Él mismo vino a despedirse. Sé que suena a locura; pero no lo es. Le escuché nombrarme, miré el reloj y eran las seis y media de la mañana, la hora en que murió.

Y lo dejo ya, que siempre me enrollo cuando hablo de él.

Un besico

17 de marzo de 2010, 12:55  

Qué tendrán los abuelos que los hace especiales.... Nunca se les olvida. Un abrazo Jota.

17 de marzo de 2010, 19:43  

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