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Estamos viviendo tiempos aciagos. La crisis aparece y reaparece por todas partes en prácticamente cualquier cosa que hacemos, con prácticamente cualquier persona con la que hablamos y en casi cualquier situación. Es raro mantener una conversación sin que aparezcan algunas de las palabras malditas de estos años (crisis, paro, EREs, etc.). Pocas son las esperanzas que parece haber entre la ciudadanía y nulo el consuelo que puede ofrecerse al que lo anda pasando mal ante esta perspectiva de empeoramiento o, en el mejor de los casos, estancamiento con que vivimos.

El caso es que tras varios años en crisis ésta ha dejado de ser solamente financiera o económica para convertirse, al menos en España, en una crisis con muchas caras. Una crisis, en efecto, política y social. Una crisis que a veces yo mismo califico como una "crisis moral".

La originaria crisis financiera y/o económica ha dado lugar a una crisis moral. ¿En qué consiste semejante cosa? Creo que podría definirse como una crisis general, institucional. Fijémonos en España, un caso paradigmático, aunque no conozco el caso particular de otros países.

La crisis ha originado el desarrollo entre las capas populares y clases medias sobre todo de una susceptibilidad cada vez más refinada hacia comportamientos excesivos, hacia el derroche, hacia la elusión de las responsabilidades, hacia el engaño y la ocultación de información, hacia el intento de manipulación o de mera contaminación ideológica. No podría haber sido de otra manera. Tampoco podría haberse evitado el surgimiento del movimiento indignado que hunde sus raíces en esta situación tan compleja de descomposición y de falta de oportunidades.

Ocurre pues que esas reivindicaciones perfectamente comprensibles en el ejercicio de un sistema democrático sano han mostrado las imperfecciones del sistema de que nos dotamos en 1978 o, quizá sea mejor decir, de quienes han ido ocupando las instituciones y la forma y modos en que lo han hecho. Como digo, la crisis se ha ido extendiendo por todas las instituciones españolas sin que quede una sola que se salve de la quema. Desde la monarquía al poder judicial pasando por diputados, alcaldes y ministros, todo al mismo tiempo.

La monarquía, tan opaca y cazada en un renuncio, en una cacería mientras el país se enteraba alucinado de que su Jefe del Estado se hallaba a miles de kilómetros sin que nadie se hubiese enterado y con compañías que nadie conoce pero que al parecer influyen en los negocios exteriores españoles. El poder judicial, cuyo presidente elude dar explicaciones por sus "semanas caribeñas" en Puerto Banús y, cuando las da, muestra que no tiene coartada creíble. Los diputados, por sus excesos, escasa productividad y poca ejemplaridad en lo que ellos mismos diariamente se empeñan en repetir ("hay que arrimar el hombro", "rememos todos juntos", "necesitamos pactos de Estado", "vamos en el mismo barco", etc.), diluyendo España en diatribas y palabrerías absurdas que a veces, para más inri, tornan en barriobajeras. Ellos acusan recurrentemente a los movimientos sociales de que España parece Grecia pero no puede decirse que su ejemplo sea muy digno de alabar o mejore la imagen exterior del país. El Gobierno por sus continuas mentiras, por haber prometido una cosa y estar haciendo la contraria y, sobre todo, por la mala calidad y cantidad de la información con la que explica las medidas que toma, que tan necesarias parecen ser para España pero que generan poco fruto en el corto plazo. Los ayuntamientos y Comunidades Autonómas, gastadores de dinero público a espuertas en los tiempos de vacas gordas en obras de dudosa o nula rentabilidad económica y social, y que ahora presentan déficits astronómicos, recortes dolosos, tasas abusivas o deudas que no podrán saldarse hasta dentro de 7.000 años. Los bancos y cajas, gestionadas éstas como cotos privados de los partidos gobernantes en cada Comunidad Autónoma, sobreexpuestas al ladrillo, a inversiones sin sentido y al partido de turno y, de rebote, un Banco de España que, si bien cometió errores evidentes de supervisión, se ha visto culpado de la debacle bancaria sin que el partido gobernante haya aceptado la comparecencia pública del gobernador de dicha institución en sede parlamentaria ni la culpa mayoritaria de unos gestores políticos cuyo único mérito para ocupar los asientos directivos de nuestras cajas era ser amigo de tal o cual presidente.

La crisis, por tanto, es general. Se extiende como la pólvora semana tras semana. Nadie parece quedar a salvo.

Ante ello pueden ocurrir dos reacciones. La peor, a mi juicio, es aquella que acusa al sistema democrático de ser esencialmente corrupto y corruptor, olvidando que los sistemas no son corruptos o transparentes por naturaleza, sino que lo son los que los ocupan, personas de carne y hueso que los pervienten. Ello es peligroso porque conecta directamente con la necesidad de una solución autoritaria, dictatorial o, en todo caso, tecnocrática. Pero, en los tres casos, antidemocrática. Y, entre las preocupaciones actuales, debería estar la de evitar que esto acabe pareciéndose demasiado a la década de los años `30 del siglo pasado, de infausto recuerdo y que empezó como una crisis de las democracias liberales de aquel entonces.

La otra opción, la más natural, sería la de optar por la solución democrática, reforzando la democracia. Ello es posible aumentando la transparencia de las instituciones públicas, haciendo mayores las opciones de participación en la toma de decisiones por parte de la ciudadanía y recordando que políticos y cargos públicos deben hacer gala de ejemplaridad, honradez y austeridad ahora y en tiempos de bonanza.

Es evidente que la crisis ha puesto de manifiesto estos desmanes y cierta descomposición de las instituciones del sistema democrático. No funcionan. Da la sensación de que están varadas. Están atravesando su propia crisis. Quizá la tan traída y llevada crisis sea un buen acicate para reflexionar al respecto, cambiar lo necesario, mudar mentalidades y actitudes impropias y volver a poner en valor unas instituciones vitales para el buen funcionamiento de una democracia adaptada a las exigencias del siglo XXI.

Últimamente están ocurriendo ciertos hechos que deberían dejarnos atónitos y es, de hecho, motivo de preocupación que no nos dejen en ese estado de perplejidad absoluta. Pero parece que la sociedad en su conjunto anda -andamos- anestesiados y a ninguno de esos hechos se reacciona con la mínima seriedad o gravedad que cada uno requeriría. Lo que se deduce de tales hechos y manifestaciones, ejecutados o pronunciadas por personas eminentes de nuestro país o incluso por representantes políticos, es que parece que estamos transitando desde una sociedad civil al uso a una sociedad puramente mercantil. Es decir, de una sociedad que comparte derechos políticos a otra que es vista como simple objeto de negocio.


Una sociedad civil es, como sabemos, un grupo de personas pertenecientes a una misma comunidad política que se reconocen a sí mismos como ciudadanos y que aspiran a influir en la marcha de los asuntos públicos políticos, económicos, sociales, culturales, etc. Es decir, una sociedad que ejerce unos derechos y deberes reconocidos en constituciones, que reclama una participación que vaya más allá de introducir dos papeletas en sendas urnas cada cuatro años y que aspira a convertirse en uno de los entes del llamado nuevo orden internacional al que se supone nos dirigimos.


Ante ello, como digo, parece que hemos cambiado el paso y ahora avanzamos con paso firme e irreflexivamente hacia una sociedad mercantil. Ya sé que una sociedad de tal naturaleza vendría a ser una agrupación con ánimo de lucro, formada por socios que ponen en común sus bienes e industrias y que busca la realización de un negocio y comerciar con su producto. Pero permítaseme utilizar dicho término para referirme a un tipo de sociedad donde los derechos y deberes pasan a un segundo plano y lo que de verdad importa es aspectos tales como la generación de empleo, la marcha de la economía, las perspectivas de crecimiento, la tasa de paro, etc., y todo lo que se puede hacer para mejorar las cifras actuales en dichos ámbitos sometiendo así a la sociedad a una insoportable mercantilización. Podría decirse que, de tal modo, la economía somete a la política en este segundo caso y hace que todo quede supeditado a ella.


Voy a referirme a tres ejemplos que creo ilustran a la perfección esta deriva en pro de la mercantilización de la sociedad civil.


No hace mucho tiempo, supimos que Madrid se presentaba como candidata a albergar los Juegos Olímpicos de 2020. Desde entonces las referencias a la "marca Madrid" han sido recurrentes y continuas, como si no viviésemos en una simple ciudad sino como si los ciudadanos, instituciones y demás entes de la misma tuviéramos que dedicarnos a velar por la potenciación de una marca comercial que, en este caso, es la marca de la ciudad en la que vivimos. Ya no se habla de la Villa de Madrid sino de la "marca Madrid" y todo se valora desde la óptica de si esto o aquello afecta para bien o para mal en el objetivo final que es el de la consecución, a la tercera, de los Juegos Olímpicos.


En el Gobierno de la Nación tenemos a un ministro de Asuntos Exteriores, el sr. García-Margallo y Marfil, que desde el principio nos bombardeó con la idea de la "marca España" y, no por nada, se ha reunido con empresarios del exterior para dar empuje a dicha idea, para mejorar nuestra imagen exterior. Seguro que recuerdan el escándalo, muy cañí por cierto, que montaron algunas autoridades españolas al saber de las burlas de que en un programa de la televisión francesa había sido objeto el entonces recientemente condenado por dopaje, Alberto Contador. Aquello desembocó en un contencioso diplomático y pudo observarse cómo parecía que la "marca España" se resentía ante esos inaceptables ataques cometidos contra un deportista, a la sazón, "embajador" de la imagen y de la "marca España" por todo el mundo gracias a sus éxitos sobre la bicicleta. Lo mismo habría ocurrido, estoy seguro, si se hubiese tratado de un atleta, un futbolista o un nadador. Ya no vivimos en un país, vivimos en una marca y, como tal, hay que potenciarla para que rinda sus frutos de la mano de los empresarios más relevantes del país.


Parece innegable que el lenguaje de los negocios, en detrimento del lenguaje político, ha inundado nuestra cotidianeidad. Y esa inundación no es inocente porque, como sabemos, el uso del lenguaje en ningún caso es tal cosa. Es algo sobre lo que reflexionaba hace unos días Rafael Argullol en una tribuna en El País.


Pero hay tres asuntos más que, a modo de ejemplos, reflejan hasta qué punto nuestras autoridades políticas nos ven como mero negocio. Estamos asistiendo estos días al ridículo enfrentamiento entre Madrid y Barcelona por ser la sede del futuro Eurovegas y para que los ciudadanos acepten ese establecimiento, aparte de decirnos que será un complejo fascinante y que no hará falta ir a la lejana Las Vegas para casarnos, se nos dice que creará cientos de miles de puestos de trabajo. Poco se dice, sin embargo, de la biografía del sr. Sheldon Adelson, de sus problemas con la justicia estadounidense y de las exigencias que ha planteado a nuestros gobiernos para poder realizar su proyecto: modificación de leyes (Tabaco, Trabajo, Extranjería, de Enjuiciamiento Civil, etc.), exenciones tributarias, relajar convenios colectivos, conexiones con infraestructuras, etc., creando en definitiva un estado dentro del Estado. Tampoco hay que ser una mente espectacularmente despierta para hacerse una idea de que el proyecto atraerá mafias como si no tuviéramos bastante con las que reinan en Levante y en la costa andaluza y podría convertirse en un foco de corrupción, blanqueo de capitales, circulación de droga o prostitución. Y lo sorprendente es que esas exigencias no hayan causado tal bochorno a los presidentes de Madrid y de Cataluña como para pegarle un portazo en las narices al tal Sheldon Adelson y mandarle a paseo lejos de aquí. Éstos olvidan que son representantes políticos democráticos y se lanzan a la demagogia de las ventajas sin cuento que en todos los ámbitos va a traer la ubicación del complejo de hoteles y casinos en su comunidad autónoma respectiva y se comportan como serviles ante la presencia del magnate. Para que luego sean ellos mismos los que nos dicen que la mejor forma de creación de empleo y de crecimiento de un país es la inversión en I+D, la investigación y demás lugares comunes y tópicos que repiten a diestra y siniestra.


Recordarán también que la ubicación del ATC, el almacén de residuos nucleares, en Villar de Cañas no se ha visto acompañada de espectaculares muestras de resistencia popular. La simple apelación a la pertinaz crisis económica que estamos padeciendo, al número de trabajos que va a crear y a la lluvia de millones de euros que traerá cada año al pueblo y las perspectivas de crecimiento para la comarca han sido más que suficientes para no ya aceptar el proyecto, sino desearlo ardientemente como agua de mayo.


Y, finalmente, todos hemos escuchado a algún representante de la CEOE, del Partido Popular o del Gobierno de la Nación, especialmente la ministra de Empleo y Seguridad Social, sra. Báñez García, decir que la huelga general, convocada para el 29 del corriente, no tiene sentido porque no creará ningún puesto de trabajo y es lo que peor le viene al país. Ya lo sabemos. Es una perogrullada. Nadie ha dicho lo contrario. Hasta donde yo sé, nadie conoce que entre los efectos de la huelga general se encuentre el de la creación de empleo -¡qué fácil sería resolver el problema del paro, entonces!- y hay un gran debate acerca de los efectos de las huelgas generales (véase artículo de Carlos Mulas Granados en Economía para el 99%). Pero, he aquí el quid de la cuestión, se trata de un derecho ciudadano que puede ejercerse sin más limitaciones que las que contempla el Real Decreto-Ley 17/1977 y aun así, al socaire de esas sesudas críticas, parece que se quiere limitar. Se pretende desactivar la huelga para no provocar un mayor descalabro al país y detrás de todo ello se encuentra la criminalización de quien sí secunde la huelga debido a su comportamiento antipatriótico e irresponsable ante las insostenibles cifras económicas que presenta nuestro país.


Pues bien, la economía, su lenguaje y sus cifras lo inundan todo. Parece evidente que estamos sometidos al imperio de la economía y, desde mi humilde punto de vista, ello puede ser peligroso en lo que se refiere al ejercicio de los derechos y libertades fundamentales, a la participación ciudadana en los asuntos públicos y, en definitiva, en la calidad de la propia democracia. Puede ser que, en este contexto de tanta tribulación y sufrimiento general en España, haya llegado el momento de recuperar la cordura y de volver a llamar a las cosas por su nombre.

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En la edición del mediodía de LaSexta Noticias han comentado el increíble cambio de opinión que el Partido Popular ha experimentado respecto del Movimiento 15-M a causa de la buena imagen que ahora hay que dar de la ciudad de Madrid para promocionar la candidatura olímpica de la Villa para 2020. Pinchando en este enlace podrán ver la noticia completa y los sofocantes testimonios de algunos políticos de dicho partido.



El cambio es sorprendente. Como puso ayer de manifiesto ElEconomista.es en esta reseña sobre el contenido del informe que apoya la candidatura madrileña ante el Comité Olímpico Internacional (COI), al 15-M lo definen como un movimiento que "ha llevado a cabo protestas de carácter pacífico que han estado siempre bajo el control y el acatamiento a la legislación que regula y garantiza el derecho a la libertad de expresión y de reunión". Pero no se queda solo ahí. Los redactores del informe van más allá y afirman que "su existencia misma no pretende alterar el normal funcionamiento de las instituciones del Estado ni la vida de los ciudadanos y se opone a ser instrumentalizado por sectores extremistas".



Caramba. Quién lo diría cuando durante varios meses, desde el inicio mismo del movimiento, muchos políticos y altos personajes del Partido Popular, partido que gobierna en la ciudad de Madrid, han insultado, denostado y demonizado a los manifestantes y al movimiento mismo con los recursos más indecentes y la verborrea más vergonzante.



En efecto, fue la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, quien, en el acto de presentación de un libro de Pedro J. Ramírez en septiembre de 2011, se despachó bien a gusto sobre el 15-M comentando que eran una panda de "camorristas, pendencieros disfrazados de idealistas", se permitió lanzar una "advertencia para que no dejemos que la demagogia de resentidos y de minorías organizadas cambie fatalmente el curso de la historia" y avisó de que "bajo la apariencia de inocentes movilizaciones que se pretenden formas de democracia directa se esconde la deslegitimación de nuestro sistema representativo y, en definitiva, constituyen la semilla del totalitarismo". Escuchen ustedes mismos aquí.



Desgraciadamente, las palabras de la sra. Aguirre solo fueron eso, unas cuantas palabras. Hubo más personajes que se sumaron alegremente a hacer el ridículo pretendiendo dejar en ridículo a su vez al 15-M. En efecto, la entonces candidata al Senado del PP, Carmen Fúnez, repitiendo los recurrentes tópicos con que el PP nos castigaba sobre los parados y el cambio político necesario en España cada vez que tenían un micrófono delante de la boca, vino a decir sobre los indignados que "esos no es que estén en paro, esos es que no les gusta trabajar fundamentalmente". Si gustan, pueden escuchar aquí.



Por su parte, el ex presidente del Gobierno, José María Aznar, también tuvo su minuto de gloria gracias al 15-M. En su caso, demostró su sagacidad, su olfato político y su clarividencia de pensamiento a todos sus conciudadanos señalando que el movimiento era meramente "marginal, vinculado a la extrema izquierda y que no se correspondía con una sociedad desarrollada". Para escuchar, pinchen aquí.



Acabemos nuestro repaso con el ejemplo más vergonzoso a la par que espeluznante. El que nos ofreció la alcaldesa de Elche (Alicante) que se permitió la licencia de calificarles como "grupo de radicales, un grupo que no respeta la democracia, que no respeta las instituciones, que están impidiendo los derechos y libertades que tenemos o deberíamos tener", como si efectivamente no los tuviéramos. Aquí la pueden escuchar. El caso es que le debió parecer que había sido demasiado suave en sus calificativos y que los indignados de la Puerta del Sol de Madrid merecían más leña. Y así afirmó, sin ni siquiera un atisbo de vergüenza, que entre los allí congregados "había gente [...] que pertenece a la banda armada de ETA". Por sorprendente que parezca, esta señora no dimitió de sus cargos públicos después de tamaña barbaridad y supongo que será el orgullo de los ilicitanos.



Entonces, sres. del Partido Popular, ¿en qué quedamos? Ahora que están de congreso en Sevilla a lo mejor sería una buena idea que alguien presentase una ponencia sobre el Movimiento 15-M para que, así, se aclarasen las ideas al respecto y no volvieran a ser víctimas de la pena de hemeroteca a la que ustedes son tan afectos últimamente.


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Hoy la polémica la ha servido el Arzobispo de Valladolid, monseñor Blázquez, al mostrar su disconformidad con la elección de Soraya Sáenz de Santamaría, a la sazón vicepresidenta del Gobierno de la Nación y vallisoletana de pro, por el Ayuntamiento de Pucela como pregonera de su Semana Santa. Parece ser que al prelado no le ha caído en gracia por tratarse de una señora casada por lo civil -en ejercicio de los derechos que le/nos asisten como ciudadanos libres, por cierto- y del supuesto poco ejemplo de conducta moral y religiosa que va a dar a sus conciudadanos. Ver aquí.



Yo, qué quieren que les diga, no salgo de mi asombro. Por dos motivos. Por un lado, hemos asistido a la soberbia de un prelado que va a exigir de ahora en adelante a las autoridades civiles ser consultado sobre los candidatos a pregonero, cuando dicha designación ha corrido de parte del Ayuntamiento desde hace años. Y alude a que la fiesta donde se enmarca el pregón es católica, tiene lugar en la Catedral, delante del Arzobispo y, entiendo, debe pasar los filtros de la corrección doctrinal y moral. Me aturde esa mezcla deliberada de los ámbitos civil y religioso en plena democracia, en un país que aspira a ser sanamente laico y que parece no haber aprendido demasiado de lo que monseñor Enrique y Tarancón pronunció ante el Rey en su Misa de Coronación, siete días después de la muerte de Franco. Búsquenla. Es, como dijo el propio Rey, una homilía cojonuda.



No entiendo, como digo, esa mezcla de esferas. Si tiene que ser una fiesta religiosa, deberíamos exigir que la sufrague la Iglesia de su peculio. ¿A qué viene pedirle dinero, ayudas, óbolos, facilidades sin cuento a los distintos Ayuntamientos, calles vacías y cortadas, horas extras a los cuerpos de seguridad y de Protección Civil y que figuren, al lado de sacerdotes y Obispos, alcaldes y concejales? Pero, claro, los Ayuntamientos también explotan sus Semanas Santas como reclamos turísticos totalmente desacralizados, como si fueran fiestas paganas y quienes primero se disponen a formar marcialmente son las autoridades civiles y militares. Y eso tampoco es. Como digo, lo civil y lo religioso se sigue mezclando, especialmente en tiempo de Semana Santa, casi tanto como hace tres décadas.



Pero la máxima indignación se refiere a las pegas expresadas por el Arzobispo acerca de la idoneidad moral de la candidata a pregonera. Tanto, que me ha traído a la memoria unas palabras que pronunció Rouco Varela, su homónimo madrileño, el día de la Sagrada Familia, hace tres semanas. Dijo algo así como que el matrimonio era anterior a la ley y, por tanto, estaba por encima de la ley. Aquello, en un estado de derecho como el nuestro, me pareció bochornoso. Y nadie dijo esta boca es mía. Esa idea, que comparten los dos Arzobispos, descansa en la idea de que el matrimonio (católico por supuesto y entre hombre y mujer) es la unión natural entre los dos sexos querida por Dios. Unión natural porque, como sabemos, son los únicos que juntándose pueden procrear y garantizar la continuidad de la especie. Se asume que el resto de posibles uniones son antinaturales porque no están orientadas a la procreación aunque curiosamente sí están presentes en la naturaleza y en el resto de las especies. O sea, se parte de un razonamiento falso, naturalmente falso, para más inri. La Ley, sin embargo, vendría a ser -y es- una mera cuestión cultural o histórica, circunstancial, que podría ser como es o de otra manera, que depende de los tiempos que corren y que ni la naturaleza ni las especies necesitan para sobrevivir. Nos quieren hacer creer que el matrimonio está en el origen de la vida, aludiendo a que es lo único que la garantiza y perpetúa, y no se dan cuenta de que el matrimonio católico es otra creación cultural. Nos amenazan con castigos infernales si no contraemos matrimonio católico pero, amigos, el matrimonio católico no ha existido desde siempre. Ni mucho menos. En la antigüedad y hasta bien entrados los siglos medievales el rito católico de matrimonio como lo conocemos hoy no existía, ni por tanto se practicaba. ¿Debemos asumir, pues, que todas aquellas parejas que tuvieron la desgracia de nacer antes de la institución del matrimonio en el Derecho Canónico se quedaron sin salvación eterna por nacer en el momento equivocado? Menos lobos, Caperucita. Son muchas preguntas sin demasiada coherencia en sus respuestas.



Creo que sería recomendable que la Iglesia asumiera que, como institución terrenal, sus sacramentos son construcciones históricas y/o culturales. Sería interesante también que dejase de juzgar a todo el mundo en virtud del retorcido principio según el cual lo cultural se convierte en natural, con amenaza de condena eterna si no se observan sus mandatos. Y que dejase de protagonizar exabruptos tan sonoros y de juzgar al personal extralimitándose en su labor de guía espiritual y moral para quien la quiera seguir.



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En España, y no sé si en otros países de nuestro mismo horizonte cultural, se tiene la costumbre de convertir en santos a quienes mueren. Independiente de que los ahora muertos hayan vivido como santos o como demonios. Como resorte automático, corremos gozosamente a ensalzar lo bueno que haya a lo largo de tal o cual biografía y olvidamos, justificamos, disculpamos o comprendemos -o todo al mismo tiempo- los errores o los episodios incómodos.




Y, la verdad, podríamos entender dicho comportamiento si no fuera tan absurdo que, especialmente en algunas circunstancias y sobre algunas biografías, sonroja al más consciente. El ejemplo más cercano, sin duda, el de Fraga Iribarne sobre el que se ha glosado no solo su corta, insuficiente, miope y obligada por las circunstancias aportación a la transición de la derecha española a la democracia sino que se le ha dibujado casi, casi como uno de los padres de nuestra democracia. Una exageración. Su pupilo Aznar, al salir de su capilla ardiente, aludió a las pequeñeces de la vida política española actual dando a entender que Fraga se sitúa por encima de las mismas y el actual presidente del Gobierno lo definió como apasionado de la libertad olvidando señalar desde cuándo le entró dicha pasión desaforada.




Uno de las enfermedades más graves que pueden aquejar a nuestras sociedades es la de la desmemoria, curiosamente en esta época histórica en la que más información nos rodea y en la que, al menos en teoría, más fácil es el acceso a la cultura y a la información.




Bastaron unas cuantas horas para vestir a Fraga de blanco celestial. Resulta indignante que ello ocurra en una sociedad avanzada y que, como digo, debería tener o ir construyendo un registro claro de su pasado reciente, de su memoria histórica, y saber quién ha sido qué en la historia de España. No con afán vengativo porque la historia no se puede cambiar y fue como fue por ciertas razones, ni yo soy partidario de hacer lecturas de la historia en esos términos. No he leído una sola semblanza de la vida de Fraga en la que hayan aparecido juntos en la misma necrológica términos como Julián Grimau, Enrique Ruano, el engaño del accidente nuclear de Palomares en 1966, la más que limitada y restrictiva Ley de Prensa de 1966 que eliminaba la censura previa para imponer la autocensura y la posibilidad del secuestro o cierre de diarios, el Estado de Excepción de 1969, el caso del Diario Madrid y la muy deleznable intervención que en todos ellos tuvo el entonces Ministro de Información y Turismo, Fraga Iribarne. Tampoco he encontrado referencias a la represión de Montejurra y Vitoria en 1976 donde, con la participación de fuerzas policiales, es de suponer que algo supiera o incluso dirigiera el entonces Ministro de la Gobernación, Fraga Iribarne. No es de rigor explicar tales sucesos como "llegaron unos y se pusieron a pegar tiros", que es la explicación casi textual que el propio ex Ministro daba sobre aquellos altercados en una entrevista que fue emitada la noche posterior a su fallecimiento por TVE-1. Yo aquí no los voy a explicar. Les invito a que aprendan sobre ellos con simples búsquedas en Google y disfruten del placer de aprender por sí mismos, si es que ustedes desconocen algunos de los episodios aludidos.




Que Fraga colaborara en la redacción de la Constitución de 1978, creara un partido de derecha con opciones de llegar al gobierno de la Nación, supiera quitarse de en medio a tiempo en la carrera hacia La Moncloa e interviniera en el desarrollo como Presidente de Galicia de un Estado de las Autonomías contra el que combatió durante las discusiones sobre el texto constitucional, no hace desaparecer los borrones o episodios incómodos sobre su biografía.




Pero, como digo, lo peor es que nosotros mismos, los historiadores, y los periodistas los hagamos desaparecer consciente y muy piadosamente. No entiendo ese miedo. Será quizá para que luego, cuando nos toque a nosotros rendir la vida como a Fraga, seamos merecedores de un trato no menor. Me temo que es no un miedo a enfrentarnos a los muertos sino a enfrentarnos a nuestra propia historia y de ese modo condenarnos a repetirla o a no superarla y no poder librarnos de ella.


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