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Estamos viviendo tiempos aciagos. La crisis aparece y reaparece por todas partes en prácticamente cualquier cosa que hacemos, con prácticamente cualquier persona con la que hablamos y en casi cualquier situación. Es raro mantener una conversación sin que aparezcan algunas de las palabras malditas de estos años (crisis, paro, EREs, etc.). Pocas son las esperanzas que parece haber entre la ciudadanía y nulo el consuelo que puede ofrecerse al que lo anda pasando mal ante esta perspectiva de empeoramiento o, en el mejor de los casos, estancamiento con que vivimos.

El caso es que tras varios años en crisis ésta ha dejado de ser solamente financiera o económica para convertirse, al menos en España, en una crisis con muchas caras. Una crisis, en efecto, política y social. Una crisis que a veces yo mismo califico como una "crisis moral".

La originaria crisis financiera y/o económica ha dado lugar a una crisis moral. ¿En qué consiste semejante cosa? Creo que podría definirse como una crisis general, institucional. Fijémonos en España, un caso paradigmático, aunque no conozco el caso particular de otros países.

La crisis ha originado el desarrollo entre las capas populares y clases medias sobre todo de una susceptibilidad cada vez más refinada hacia comportamientos excesivos, hacia el derroche, hacia la elusión de las responsabilidades, hacia el engaño y la ocultación de información, hacia el intento de manipulación o de mera contaminación ideológica. No podría haber sido de otra manera. Tampoco podría haberse evitado el surgimiento del movimiento indignado que hunde sus raíces en esta situación tan compleja de descomposición y de falta de oportunidades.

Ocurre pues que esas reivindicaciones perfectamente comprensibles en el ejercicio de un sistema democrático sano han mostrado las imperfecciones del sistema de que nos dotamos en 1978 o, quizá sea mejor decir, de quienes han ido ocupando las instituciones y la forma y modos en que lo han hecho. Como digo, la crisis se ha ido extendiendo por todas las instituciones españolas sin que quede una sola que se salve de la quema. Desde la monarquía al poder judicial pasando por diputados, alcaldes y ministros, todo al mismo tiempo.

La monarquía, tan opaca y cazada en un renuncio, en una cacería mientras el país se enteraba alucinado de que su Jefe del Estado se hallaba a miles de kilómetros sin que nadie se hubiese enterado y con compañías que nadie conoce pero que al parecer influyen en los negocios exteriores españoles. El poder judicial, cuyo presidente elude dar explicaciones por sus "semanas caribeñas" en Puerto Banús y, cuando las da, muestra que no tiene coartada creíble. Los diputados, por sus excesos, escasa productividad y poca ejemplaridad en lo que ellos mismos diariamente se empeñan en repetir ("hay que arrimar el hombro", "rememos todos juntos", "necesitamos pactos de Estado", "vamos en el mismo barco", etc.), diluyendo España en diatribas y palabrerías absurdas que a veces, para más inri, tornan en barriobajeras. Ellos acusan recurrentemente a los movimientos sociales de que España parece Grecia pero no puede decirse que su ejemplo sea muy digno de alabar o mejore la imagen exterior del país. El Gobierno por sus continuas mentiras, por haber prometido una cosa y estar haciendo la contraria y, sobre todo, por la mala calidad y cantidad de la información con la que explica las medidas que toma, que tan necesarias parecen ser para España pero que generan poco fruto en el corto plazo. Los ayuntamientos y Comunidades Autonómas, gastadores de dinero público a espuertas en los tiempos de vacas gordas en obras de dudosa o nula rentabilidad económica y social, y que ahora presentan déficits astronómicos, recortes dolosos, tasas abusivas o deudas que no podrán saldarse hasta dentro de 7.000 años. Los bancos y cajas, gestionadas éstas como cotos privados de los partidos gobernantes en cada Comunidad Autónoma, sobreexpuestas al ladrillo, a inversiones sin sentido y al partido de turno y, de rebote, un Banco de España que, si bien cometió errores evidentes de supervisión, se ha visto culpado de la debacle bancaria sin que el partido gobernante haya aceptado la comparecencia pública del gobernador de dicha institución en sede parlamentaria ni la culpa mayoritaria de unos gestores políticos cuyo único mérito para ocupar los asientos directivos de nuestras cajas era ser amigo de tal o cual presidente.

La crisis, por tanto, es general. Se extiende como la pólvora semana tras semana. Nadie parece quedar a salvo.

Ante ello pueden ocurrir dos reacciones. La peor, a mi juicio, es aquella que acusa al sistema democrático de ser esencialmente corrupto y corruptor, olvidando que los sistemas no son corruptos o transparentes por naturaleza, sino que lo son los que los ocupan, personas de carne y hueso que los pervienten. Ello es peligroso porque conecta directamente con la necesidad de una solución autoritaria, dictatorial o, en todo caso, tecnocrática. Pero, en los tres casos, antidemocrática. Y, entre las preocupaciones actuales, debería estar la de evitar que esto acabe pareciéndose demasiado a la década de los años `30 del siglo pasado, de infausto recuerdo y que empezó como una crisis de las democracias liberales de aquel entonces.

La otra opción, la más natural, sería la de optar por la solución democrática, reforzando la democracia. Ello es posible aumentando la transparencia de las instituciones públicas, haciendo mayores las opciones de participación en la toma de decisiones por parte de la ciudadanía y recordando que políticos y cargos públicos deben hacer gala de ejemplaridad, honradez y austeridad ahora y en tiempos de bonanza.

Es evidente que la crisis ha puesto de manifiesto estos desmanes y cierta descomposición de las instituciones del sistema democrático. No funcionan. Da la sensación de que están varadas. Están atravesando su propia crisis. Quizá la tan traída y llevada crisis sea un buen acicate para reflexionar al respecto, cambiar lo necesario, mudar mentalidades y actitudes impropias y volver a poner en valor unas instituciones vitales para el buen funcionamiento de una democracia adaptada a las exigencias del siglo XXI.

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