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Con esto del mundial de Sudáfrica, he leído en El País las entrevistas que le han hecho a algunos de los jugadores de la Selección Española de Fútbol. Las preguntas no versan sobre deporte, sino que son personales o de cultura general. Que si cómo se llamaba el caballo de Pippi Langstrump, que si en qué posición jugaba no se cuál futbolista de hace unos cuantos años o que si recuerdan su primer beso.

Esta es la pregunta que más me ha gustado. Todos tuvieron su primera vez, su primer beso digo, y todos lo recuerdan como algo muy especial. Algunos, incluso, dan el nombre de la chica con la que tuvo lugar la experiencia y otros nos informan sobre la edad con la que aquello les ocurrió y el lugar donde se lo dieron.

Eso me ha hecho pensar a mí, me ha hecho evocar el pasado. Yo también tuve una primera vez. Y fue, o así me pareció, espectacular; una de las experiencias más impresionantes de mi vida por no decir la que más. No había sentido/vivido nada igual antes. Cuando ocurrió yo ya tenía más de veinte años. Aquella noche, me pareció que el tiempo se había parado, que el mundo había dejado de girar y que toda la vida, a partir de entonces, iba a girar en torno a ese beso que me supo a mil cosas al mismo tiempo. Todas deliciosas. Fue un beso largo, aunque no lo cronometré ni puedo decir cuánto duró exactamente. Solo sé que, cuando nos despedimos, eran cerca de las seis o las siete de la madrugada. Fue intenso, deseado, o eso creo. También excitado y acompañado de miles de caricias y de la oscuridad de un portal. Exploré su boca, su cuello, jugueteé con su lengua; igual que hizo ella conmigo. Acaricié y alboroté su pelo, el cual caía sobre sus hombros. Sus besos en mi cuello me hacían imposible reprimir algunos gemidos de placer. O sea, descubrí cosas que no sabía hasta entonces como que los besos en el cuello eran -son- mi perdición.

Entre tanto, mis manos la buscaban. Dibujaron su cuerpo, todo me parecía perfecto y en su justa medida. Llegué hasta donde el largo de mis brazos me dio, pudiendo arrastrarlas por sus glúteos, sus pechos y la parte superior de sus muslos. La excitación de ambos era brutal, cada vez más apretados el uno al otro; era imposible parar, separarnos, poner fin a aquello. Descubrí que a ella le encantaban esas caricias que se dan pasando las uñas lentamente por encima de la piel. Le volvían loca y yo no paraba de hacérselas porque me gustaba sentir cómo su cuerpo se convulsionaba y cómo hacía por reprimir sus gemidos.

Dicen que la primera experiencia no se puede olvidar. Yo, la verdad, la recuerdo alguna que otra vez. Solo me sirve, realmente, para decir que pasé por aquella experiencia porque ello no se tradujo en nada, la relación no duró mucho. Pero dejó esta huella, supongo que imborrable ya en mí. Y si no duró fue porque tenía que ser así.

No escribo con rencor o con dolor. La verdad es que tengo que agradecerle haberme hecho sentir todas esas cosas aquella noche y todas las que vinieron después. Pocas noches, pero deliciosas todas ellas.

Posiblemente, queridos lectores, sea una apreciación real. Ya sois dos los que habéis comentado en las dos entradas anteriores que me notáis raro, diferente, quizá más quejoso o rabioso, más agresivo. No sé cómo calificarme a mí mismo, la verdad.

Pero es cierto, no estáis equivocados. Estoy pasando por unas semanas de mucha tensión y desesperación. Y eso se nota en todas partes, hasta yo mismo lo percibo. En casa, con mis padres quiero decir, las cosas no están muy bien. Quizá sea un problema de convivencia que surge entre padres e hijos especialmente cuando éstos van cumpliendo una edad y los padres ven que no tienen la vida resuelta, ni perspectivas de marcharse de casa. El caso es que estoy sufriendo una presión horrible, a pesar de que siempre he estado para ellos, muchas de las cosas que he hecho ha sido por y para ellos como, por ejemplo, la mudanza y quitarles mierda por un tubo durante mucho tiempo. Todo sin echárselo en cara, claro. Pero me lo están agradeciendo con discusiones, insultos, mandándome a la mierda, diciéndome que me quieren perder de vista y demás lindezas. Cualquier cosa que hago está mal, se podría haber hecho mejor o no tiene el más mínimo valor. Y si no hago nada, entonces me estoy tocando de los tres el más largo. Nunca están contentos, nada les satisface. Aun así me dicen que me creo perfecto y que no admito críticas. Y yo digo, ¿cómo puede una persona que todo lo hace mal creerse perfecto? En todo caso, poco a poco se conseguirá que acabe en un psiquiatra por considerarse un inútil. Y yo, lo confieso, si pudiera me habría ido de casa hace ya dos meses. Pero el sueldo no me llega para mantener una hipoteca, un alquiler y, encima, pretender comer y cenar todos los días por mi cuenta. Porque hasta la comida y la cena me la ponen en la mesa a regañadientes.

Es una lástima ver que esto que está pasando, que yo creía inconcebible hace un tiempo, me esté pasando a mí. A mí, que he pasado veinticinco veranos de mi vida cuidando a mi abuela, especialmente los últimos veranos que estaba casi moribunda. Yo que me he sacrificado por todos ellos, que les he ayudado en todo lo que he podido, que no les he dado disgustos, ni voy por ahí dejando embarazada a nadie, ni me corro juergas de coma etílico incluido y que siempre han podido contar conmigo para lo que fuera. Ahora me encuentro, acabada la reforma de la casa pero aun no instalados en ella porque quedan los remates, que mis vecinos entran más a ver mi casa que yo mismo. Porque mis padres me ponen malas caras cada vez que les digo que me vengo aquí a conectarme, o sea, como estoy ahora mismo. Y no digamos si les pido limpiar mi habitación para poder tomar medidas exactas de los muebles que me faltan, más que nada para que no se me eche agosto encima y ello me obligue a no tener mis muebles hasta septiembre y la ropa en el suelo hasta entonces, claro. Pues no, me dicen que ni hablar. Que si quiero limpiar, que me meta a mayordomo.

Esto es de locos. Nunca pensé que me fuera a pasar. Y, claro, eso se nota en todas partes. Yo, que siempre he sido una persona que se ha callado siempre muchas cosas por respeto a los demás y porque no me gustan las peleas, ya he tenido dos discusiones la semana pasada. Y eso en mí en todo un notición. La una con una persona que me decía que por qué echo gasolina en X gasolinera y no en la que ella le echa al suyo, que me pilla de paso saliendo de Kosovo para Madrid y no la que me gusta a mí que está al otro lado de la carretera y, por tanto, hay que dar más vuelta. Pues porque me sale de los cojones, oiga. Y punto. Y la otra fue el jueves pasado con un conductor de un todoterreno en la calle Mayor de Madrid pasadas las ocho de la mañana. Yo estaba cruzando un paso de peatones y a él se ve que no le apetecía frenar. El caso es que bajó la ventanilla y me dijo que tenía que mirar por dónde iba. Yo le dije que esa señal era de obligatorio cumplimiento y que en esos tramos de la calzada la prioridad no es de los coches, sino de los peatones que quieran cruzar. Hay que moderar la velocidad y pararse si es necesario en todo caso. El tío, muy engominado e intereconómico, o eso me pareció, me dijo que él llevaba una carrocería y que, si me atropellaba, a quien se le jodía la vida era a mí, no a él. Así que, por ese motivo, tenía que ser yo quien mirase y no cruzase hasta que no hubiese coches. Y así estuvimos varios minutos hasta que vi que se desabrochó el cinturón de seguridad y hacía intención de bajarse del coche. Por lo que pudiera pasar, me despedí de él diciéndole que a ver si aprendía a conducir mejor, que era un peligro público y que yo tenía muchas cosas muy importantes que hacer.

Total, que mi estado de ánimo está revuelto. Ni me apetece estar aquí, ni allí, ni leer, ni estudiar, ni ver la televisión, ni hacer nada. Me apetece ver a mucha gente, pero a nadie al mismo tiempo. Me apetece salir de mi casa pero, cuando salgo, me pregunto adónde voy yo, alma en pena. En casa apenas hablo, parecemos mudos, pero al mismo tiempo me gustaría no parar de hablar y defenderme. No quiero salir, ni entrar. No me apetece nada, salvo prepararme, que es lo que voy a hacer durante todo este verano, para poder empezar a estudiar la oposición a partir de octubre-noviembre. Y como siempre me gusta hacer la lectura positiva de toda situación que embadurna de mierda mi vida, espero que estas ganas de vivir a mi aire, de independizarme y esta presión y tensión en casa se traduzcan en una mayor y mejor capacidad de estudio, que me animen a estudiar a muerte y que pronto pueda decir que tengo los más de cien temas preparados y listos como para presentarme y, si la Provindencia dispone, ganar la plaza. Que eso ya es otro cantar.

Me gustan los besos con lengua, apasionados, intensos, verdaderos, de esos que parece que no tienen fin. Fundidas las bocas y, si se pudiera, los cuerpos. Con los ojos cerrados, como si no hubiese más tiempo para besarse o como si este fuera el último que se pudieran dar. Como si nadie más existiese alrededor, ajenos al mundanal ruido, a los que vamos y venimos, a los que pasamos por su lado y miramos con mayor o menor disimulo.

Esos besos que se dan en público, delante de todo el mundo o, en su caso, escondidos entre la oscuridad de la noche, en el zaguán de algún portal, despidiéndose en el coche o mientras se viaja en el Metro.

Esos besos que se acompañan de manos que buscan el cuerpo contrario donde agarrarse y enardecerse, que se deslizan por las curvas del mismo dibujándolas por encima de la ropa o que se entrometen por debajo de ellas adivinando -si es que no lo conocen aun- o repasando lo que está vedado a todos menos a él/ella. Esas manos que buscan estrechar los dos cuerpos, queriendo que la persona besada perciba el nivel de excitación. Esas manos, esas caricias, esos tocamientos, esa pasión, esas ganas de hacerse de todo que consiguen que el besado y el que besa se conmuevan. Chocan sus cuerpos, los enfrentan, los sienten. Y se reprimen de ir a más, de dar rienda suelta a todo, de desmelenarse, de expresarse lo que sienten el uno por el otro, de darse, de sentirse, de gozarse. Pero no lo pueden hacer porque a la calle, a los pasillos del Metro, a los bancos de tal o cual parque, a los jardines y demás besódromos, no se le pueden poner puertas. Puertas tras las que solo ellos dos saben lo que pasa cada vez que Eros deja que la pasión fluya y llene la habitación.

PD: Esto lo he ido pensando a lo largo del día de hoy, pues he visto a muchas parejas besándose en la calle y en el Metro. Y, aunque a alguien le pueda parecer una falta de decoro, la verdad es que me ha encantado ver tanto amor, tantas parejas que parece que se quieren con locura. Eran, la gran mayoría, besos muy bonitos, muy intesos. Muy de verdad. Muy veraniegos. Con los ojos cerrados. Muy sensuales.

Qué bueno que haya tantas almas caritativas, que proyectando tanto amor, nos recuerden por qué merece la pena vivir, que aun queda algo de bueno en el fondo del ser humano y que esta vida no es tan fea como parece, aunque nosotros no seamos -yo, sin ir más lejos- los receptores de tales besos.

Delante del ordenador, como estoy ahora mismo, me he enterado -y he sentido- que España ha encajado un gol frente a Honduras en el partido en que se enfrentan hoy en el Mundial de Suráfrica, apenas transcurridos cuarenta y cinco minutos del inicio del mismo.

Me he enterado porque nada más meter el gol, un clamor ha barrido la calle en la que vivo. Niños y mayores gritando "gol", "gol", desde los balcones y correteando por la calle, otros han tocado esas odiosas trompetas -no las del Apocalipsis, claro- que hacen sonar ese zumbido ensordecedor y algunas que otras mujeres, bolsa de pipas de girasol en mano y madres de los susodichos zagales que correteaban de acá para allá, han preguntado desde el banco donde descansaban sus traseros que quién lo había metido. Y un alma caritativa, seguramente desde algún balcón, ha resuelto su duda: David Villa. A lo que las mujeres, orgullosas y ufanas, se han arrancado a gritar: "Viva Villa maravilla". Y lo he sentido porque algún bruto, quizá los vecinos de al lado o el de abajo, han hecho retumbar el suelo de la casa. Y también lo he visto porque los balcones se han decorado para la ocasión: tanto es así que esto parece la embajada de España en Kosovo, o que estamos de Corpus Christi o de Semana Santa o que el Presidente de los Estados Unidos de América ha venido a nuestro país, ha desfilado oficialmente por nuestras calles y éstas se han engalanado para tan histórica cita.


Esos son, en definitiva, los nuevos patriotas. Los que se enorgullecen de su país cuando La Roja -menudo eufemismo más gilipollas, con perdón- juega por ahí al fútbol y cuando marca goles, ya sea en partidos amistosos, en Eurocopas o en Mundiales. La gente está que pierde el culo por La Roja.


Lo curioso -aquí entre vecinos todo se sabe y todos nos conocemos- es que esta gente de la bandera, de esas putas trompetas del demonio y de La Roja son los mismos que tuercen el hocico, que ponen mala cara y que recurren a la etiqueta de "facha" cuando oyen algo relacionado con España; siempre y cuando no sea su intocable Roja. Y mucho me temo que eso no solo pasa aquí, sino en todas partes. Que eso de la banderita y de España es de fachas. Menos en días como hoy. Mañana las banderas desaparecerán de todos los balcones hasta el próximo partido, no vaya a ser que nos confundan con fachas. Y hasta ahí podríamos llegar. Aquí somos patriotas de hora y media y, si acaso, con prórroga de quince minutos. El resto, todos fachas. Que no se lleve a engaño el personal. Faltaría más.

Otro día veinte. En este caso, del mes de Junio. Desde hace dos años y tres meses, los días veinte de cada mes son para mí más bien tirando a tristes, aburridos, melancólicos, dolorosos y un largo etcétera de penas y pesares. Los que me conocen bien lo saben perfectamente.

Pero hoy, conectado de puro churro a la Red de Redes, me encuentro con un hermoso texto que Paco Henares escribió con motivo de la despedida a un ser querido, el cual no tiene nada que ver conmigo o con mi familia. Lo único curioso es que Paco Henares está casado con una prima de mi abuela materna, quien a decir verdad me provoca la desazón a la que antes me refería casi todos los días, pero especialmente aquellos que coinciden con cada aniversario. Mierda de recuerdos.

Es una gozada leer el texto entero pero, sobre todo, descubrir que, aun muertos, convertidos en un montón de huesos, polvo o cenizas -según gustos-, no somos otra cosa más que polvo enamorado. Dice así:

La gente que sufre, pero ama, siempre tiene compañía. La perdición es no tener compañía. [...] La muerte es no tener compañía. Pero la vida es lo contrario. El amor es más fuerte que la muerte. Porque los huesos serán polvo un día, es verdad, mas polvo enamorado.

Y por eso, porque seguimos irremediablemente enamorados, porque amamos a quienes ya no están corporalmente haciéndonos compañía y porque el amor no se puede olvidar, el tiempo no cura nada.

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