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La vida es bella es una película muy buena, con un diálogo sorprendente y una trama desgarradora. Guido, un judío que intenta abrir una librería en la Italia fascista, se enamora de una maestra y hace lo posible y lo imposible para conquistarla, haciéndose el encontradizo con ella en las más divertidas situaciones al famoso grito de "Buenos días, princesa".

Hasta se cuela en una función de ópera para verla y cruzarse con ella. Sus miradas se cruzan mientras sonaban las notas de La Barcarolle de Los Cuentos de Hoffmann del compositor J. Offenbach. Esa es, digamos, la sintonía, la canción, la música, de sus vidas.



Porque me parece muy bonito que haya una canción del comienzo, una canción de los dos, una canción para toda la vida, una canción que recuerde el primer momento y la primera vez y que lleve a hacer el amor.

No diré más por si alguien no la ha visto. El caso es que, entre lo que más me llamó la atención, fue esta declaración de amor de Guido a Dora, la maestra:

DORA: Yo vivo aquí.

GUIDO: He pasado un montón de veces por aquí y siempre he pensado "¿quién debe vivir ahí?". ¿Sabes que quiero poner la tienda justo aquí delante?

DORA: ¿La librería?

GUIDO: Sí, y así nos veríamos todos los días.

DORA: Bueno, adiós. Has sido muy gentil conmigo, ahora voy a tomar un buen baño caliente.

GUIDO: [Dudando] Aaahhh..., me olvidaba decirte que...

DORA: ¡Dilo!

GUIDO: Que tengo unas ganas de hacerte el amor que no te puedes imaginar. Pero esto no se lo diré a nadie, sobre todo a tí. Deberían torturarme para obligarme a decirlo.

DORA: ¿A decir qué?

GUIDO: Que quiero hacer el amor contigo, no una vez solo, sino cientos de veces, pero a tí no te lo diré nunca. Solo si me volviera loco te diría que haría el amor contigo aquí delante de tu casa toda la vida.

Me pasa lo mismo. A decir verdad, tengo unas ganas locas de hacerle el amor, de verla y escucharla gemir, de arrancarle la ropa a bocados, de lamerle todo el cuerpo, de mordisquearle los labios, de jugar con sus pechos, de rastrear y oler cada centímetro del mismo, de acariciar su piel, de ver cómo se derrite y estremece de placer, de sentirla mía. Pero tampoco se lo diré.

PD: Siento no haberme pasado toda esta semana por vuestros blogs. Estamos con la mudanza. Nos queda una semana más para disponerlo todo, mover cajas y más cajas, terminar de limpiar la otra casa y dejar esta vacía para que a primeros de mes pueda empezar la reforma de nuestra casa. Estoy doblado de agujetas y del esfuerzo que hago todos los días. Cuando acabe esta vorágine, prometo leeros. Saludos a todos.

Así es como estamos, en capilla. O sea, que nos queda nada y menos para largarnos de esta casa para vivir temporalmente en una de alquiler que está a unos 100-200 metros de la nuestra.

Yo, que maldecía y me enfadaba porque entendía que, después de veintiséis años esta casa había lllegado a un punto en que o bien se hacía una reforma y se ponía en condiciones o bien se le echaba el cierre y que se cayese por sí sola pero sin nadie dentro. Yo, que le decía a mis amigos que no podían venir a mi casa porque no tenía cascos reglamentarios de obra para repartirles por si se les caía algún cascote y luego me pedían daños y perjuicios. Yo, que envidiaba a los que tenían su casa adecentada, bonita y arreglada, con esos cuartos de baño tan curiosos y todo tan bien dispuesto y recoleto. Yo, que hacía, pensaba y decía todo eso, me arrepiento por momentos de haber sido el cheerleader que nos ha llevado, con mis ánimos y mi insistencia, a meternos en este berenjenal y a hacer la reforma.

Yo sé que hay gente que no se va de su casa, es decir, que hacen la reforma con ellos dentro. No sé muy bien cómo, supongo que acabarán todos los días rebozados en yeso y polvo o conectados a una máquina de oxigenoterapia los días que vaya el pintor. No sé qué harán con los muebles o si se pasan todos el rato moviéndolos de allá para acá para que los albañiles puedan trabajar, y también supongo que subirán a la casa del vecino a ducharse o a lavarse los dientes.

El caso es que mis padres decidieron irse a una casa de alquiler, pensando que así nos evitaríamos ruidos, comer lentejas a las tres delicias -polvo, yeso y aguaplast- y que la obra acabaría antes dejándoles vacía toda la casa. A mí la sola idea de vivir en una casa que no era mía, en una cama que no era la mía, comer en un plato que no era de los nuestros o hacer mis necesidades en un cuarto de baño que vaya usted a saber quién ha pasado por allí, me provocaba -y me sigue provocando- espasmos. Pero, como no sabía qué casa iba a ser la elegida, pues tiré para adelante y seguí animándoles, acompañándoles a la fábrica de cocinas o a la nave de los azulejos. Tan feliz, ignorante de lo que se me avecinaba.

Un amigo de mis padres les ofreció su casa. La tenía deshabitada y, de paso, la abría y le sacaría unos eurillos al mes durante el tiempo que la necesitáramos. Yo le insistí a mi madre para que nos diera las llaves o, al menos, nos la enseñara. La casa, se entiende, que lo otro no me interesa. Pero la autora de mis días tenía plena confianza en él, se fiaba de su palabra y decía que el piso estaba "bien". Vamos, que tenía lo justo y lo necesario más lo que nos lleváramos nosotros.

Por fin, nos dio las llaves el viernes pasado. Y allá que fui a ver cómo estaba aquello. ¡En qué hora fui!

Primer escollo: se trata de un primer piso. Yo, acostumbrado a un último, donde apenas se oye nada, aluciné cuando entré allí y oía a la gente entrando o saliendo del portal -tiene la salida debajo de la terraza-, a los niños jugando en la calle, a los vecinos subiendo y bajando por la escalera cual legión de paquidermos hambrientos y, lo peor, escuchando una catarata de agua cada vez que los del segundo, los del tercero o los del cuarto tiran de la cadena de sus W.C. Y, además, cae con ganas, parece que te están echando un cubo de agua encima cada cuarto de hora.

Inspeccioné un poco el lugar. Me fijé en que cada dependencia está pintada de un color diferente pero al pasillo le pusieron un color diarrea de niño pequeño que deprime hasta al más bailongo. Si a eso se le suma el efecto de las amarillentas lámparas ochenteras con colgajos de plástico incluidos de lo más vintage -que qué a gusto se tuvo que quedar el que la vendió-, obtenemos que el efecto del pasillo es una atmósfera diarreica amarronada que provoca llanto y rechinar de dientes.

La puerta de la casa es de alta seguridad. Sí, alta seguridad de que alguien pueda venir y tirarla abajo de un eructo. No es blindada, huelga decirlo, solo tiene una cerradura y la llave se atranca en ella como el demonio. Al comprobar, por otro lado, que imperaba un fuerte olor a rancio y a cerrado, pensé en abrir las ventanas para ventilar. Pero cuál fue mi sorpresa cuando comprobé que ninguna abre. Las instalaron a principios de los '80, que es cuando se construyeron estos pisos, y así se debieron quedar. No me explico por qué están así. Eso está duro como el pedernal; te rompes la mano antes de abrir la ventanita de las narices. Y eso que tiene cuatro habitaciones, que ya podía abrir alguna. Como también comprobé que yo parecía Alí Babá en la cueva pero sin los cuarenta ladrones, por la oscuridad del piso, decidí subir las persianas. Al ser un piso tan bajo, es muy poco luminoso. Pero, incrédulo, observé cómo las subía y ellas solas se bajaban. Pensé, joder, que serían automáticas. Pero no, las correas deben estar rota.

La calefacción no funciona porque no sé qué narices les pasa a los radiadores, según nos dijo el dueño. Y, dado el frío que hacía en el lugar, me entraron ganas de orinar y pensé que podía aprovechar para ver los cuartos de baño y vencer la angustia que me entra cada vez que tengo que abrir tapas de W.C. distintas de las mías. Una luz lúgubre, la suciedad que campaba por sus respetos, trozos de papel higiénico tirados por el suelo, las telas de araña, el armario del baño del año de maricastaño así como los lavabos, las cataratas cayendo cada dos por tres, la taza y la ducha o bañera que deben ser propiedad del Museo Arqueológico de Kosovo pero que se los tiene cedidos a este señor, me quitaron las ganas de orinar y solo me dieron ganas de salir corriendo. Auténticos pasajes del terror, enchufes caídos, no te puedes ni afeitar, la madre que me parió.

Y ya solo quedaba ver la cocina, que solo tiene dos filas de muebles rústicos, una abajo y otra arriba. No están muy sucios pero por poco no me dio el pasmo mortal cuando observé que en el fregadero había dos cuchillos con restos de haberse comido una tarta de chocolate. Solo Dios sabe cuándo se la comieron porque el señor dice que él no vive allí, que solo va de paso muy de vez en cuando. Aquello tenía pinta de ser un foco de salmonelosis. Por poco me lío a vomitar. Tiene, por lo demás, frigorífico y lavavajillas; éste último ignoro si funciona. La lavadora está fuera, en el patio tendedero que tiene más mierda que el palo de un gallinero. Al fondo, un mueble con puerta sujetando un tablón y, encima, trapos, trozos de fregonas, plásticos, periódicos y, supongo, musarañas. Ni saber quise lo que había dentro del armarito. Más adelante, una pila para lavar a mano aunque más falta hace que una mano la lave a ella y, al lado, la lavadora cubierta por una capa protectora de roña negra como el carbón que hace, pienso, que todo lo que entre allí salga más sucio de lo que entró.

Total, estos dos últimos días me los he pasado allí casi íntegramente, deshollinando mientras mi madre montaba cajas en nuestra casa para luego llevarlas allí cargadas de todas nuestras cosas. Me dio tiempo a dejar más limpios que una patena el salón y sus muebles, incluido el sofá y las cuatro habitaciones y el pasillo. Ahora se puede comer en el suelo, si se quiere. Casi que me tengo que poner gafas de sol para que no me deslumbre tanto brillo. Quedan la cocina, el patio y los dos baños.

No obstante, no me gusta. Todo esto, para mí, va a ser un trauma. Hay un refrán que dice "en la casa de uno, como en ningún sitio". Como con nadie, que diría quien yo me sé. Y es verdad. Ahora me arrepiento de querer cambiar mis grifos rotos, mis caras de Bélmez, mi calefacción que no funciona por una casa que está igual pero que no es la mía. Ya solo queda rezar...

... Y líbranos de más reformas...

Fuente: decoraryreformar.com

Es una fuerza irresistible, como la que desarrolla el poderoso mar azotado por el viento de Levante o de Lebeche. Esos ojos oscuros, esa boca que se me antojaba con sabor a fruta tropical, esos pechos que parecen tener la medida justa y, por supuesto, mi viajera imaginación son la fuerza que azota en los diques de un puerto, el mío, bañado por tu sensual mar.

Y todo ello, de vez en cuando, me hace sentir azorado, ofuscado, turbado y temblando. Pero lo que no quiero es, llegado el caso, verme entre dos mares. El mar de la novedad -de alquien a quien esté por conocer aun- y el océano del recuerdo -el que viví navegando sobre las elevadas olas y la marejada de tu cuerpo hace tiempo ya-. Dice una canción que hay amores, recuerdos, momentos, etc., que nunca pueden olvidarse ni borrarse de la memoria y que, aunque surja un nuevo amor, es mentira que pueda olvidarse aquello que un día nos hizo temblar de alegría y de pasión. Dice que los amores, que los abrazos y que los besos nuevos solo consiguen hacernos recordar aquellos que nos dieron en el pasado otras bocas que, inolvidablemente, viven en nosotros.



Pero yo tan solo quiero olvidarte, desengancharme de tu boca y perder de vista todo lo que huele y me recuerda a tí. Quiero cerrarte mi puerto, izar la bandera roja y hacer fuego contra el recuerdo con toda mi artillería. Y, después, pasado el peligro de recaer, volver a abrir mi puerto para quien quiera atracar en él.

Se nos impone celebrar hoy el día del amor y de las parejas que en su convivencia son tan felices como colombrices.

Me parece muy bien. El que tenga algo que celebrar, adelante. Que no se prive. Máxime cuando se trata del amor, de la pasión y del placer. Pero no lo hagan solo en el día de hoy; no se olviden de que también hay que hacerlo mañana, pasado y al otro. Y así hasta que pase un año más y volvamos al 14 de febrero siguiente. Y se den cuenta de que ese amor, esa pasión y ese placer no han desaparecido sino, todo lo contrario, se ha ido fortaleciendo. Hacernos reflexionar sobre si vamos en el buen camino o tenemos que mejorar es lo que tiene de útil, si se puede decir así, este día. Y para eso no hace falta acercarse a El Corte Inglés, ni gastar un céntimo de euro. Solo hay que dar amor a espuertas, con lo fácil que es eso cuando se siente desde el alma.

Yo, por mi parte, no tengo nada que celebrar. Ni soy hombre que se ajuste a un día al año. Me gustan las sorpresas, los detalles, los sentimientos en estado puro. Y me gusta hacerlo en San Valentín, por Santa Teresa, el día del Corpus y el de la Natividad de San Juan Bautista. Me da igual el día, aunque tampoco veo mal que se reserve o imponga por interés comercial, según se mire, un día para que algunos/as se acuerden de que no viven solos y de que la persona con la que conviven -ya sean parejas, padres e hijos, abuelos y nietos, etc.- necesita de su dosis diaria de amor, de respeto, de admiración. Y también sería estupendo que muchos/as se diesen cuenta de que no está bien frivolizar con los sentimientos de los demás y, en consecuencia, hacerles daño. Porque los sentimientos, el amor, etc., es de lo poco que sigue aportando cordura y esperanza a este mundo de locos. Sin él, desde luego, no somos nada.

En cualquier caso, en tanto este día se interpreta como la celebración del amor emparejado, yo no tengo nada que celebrar. No obstante, por mis tendencias románticas innatas, dedicaré a todas "mis" mujeres esta canción. ¿Y quiénes son "mis" mujeres? Pues, sí señores, las que me rodean todos los días desde mi madre y mi hermana, pasando por mis amigas, hasta las que tienen a bien visitar este blog y alegrarme los días y las horas con sus comentarios. Que nadie se ponga celoso, que hoy voy a pensar en todas vosotras...



Feliz NO San Valentín para todos y que el amor fluya a tiempo completo en las vidas de quienes lo disfrutan hoy, mañana, pasado, al otro y al otro y al otro y al otro y al otro y al otro y al otro...

Llevo unos días matadores, ahora mismo estoy echo carbonilla. Y si a eso le sumamos que últimamente no sé de lo que escribir aquí, obtenemos el cóctel perfecto que explica que cada vez tarde más en actualizar. Les cuento lo que he hecho, a falta de inspiración.

Advertido -y asustado- de que van a cambiar inminentemente el modelo de examen de conducir, el jueves acudí raudo y veloz a la Autoescuela para ver cuánto tenía que pagar para liquidar la matrícula y lo que necesitaba para que me metieran en la lista de un día de examen lo más pronto que se pudiera. Nadie sabía nada en la Autoescuela de ese supuesto cambio; es más, se lo tomaron a guasa. Como si el Ministerio llevara veinte años o más queriéndolo modificar pero no haciéndolo nunca.

Total, que tuve que ir a hacerme fotos de carnet, sacar dinero al banco y hacerme el psicotécnico. En mi vida me he sentido más idiota que haciendo la prueba del psicotécnico. Llegué a la clínica, me pidieron treinta euros y me llevaron a una sala donde una un tanto arisca y estirada señorita me iba indicando:

-Lea esta fila de letras sin gafas, tapándose un ojo. Y, luego, el contrario. Y, después, con las gafas puestas.

Al comprobar que era incapaz de ver tres cartageneros subidos a la escotilla de un submarino haciendo la ola, la muchacha llegó a la conclusión de que yo necesitaba gafas. Muy aguda, señora. Luego vino la prueba del deslumbramiento y, finalmente, la de manejar dos palanquitas y hacer que las dos bolas que se ven en la pantalla vayan por el camino rojo indicado.

-Y si te sales, pitará; me advirtió la zagala.

Bueno, pues aquello pitaba más que la olla de los michirones. Además, era un pitido muy profundo y desagradable, como el de un transatlántico. Esa prueba duró dos larguísimos minutos, durante los cuales la señorita disfrutó de la lectura de una revista del Corazón. El caso es que antes de que pasasen cinco minutos de mi entrada en la clínica, ya estaba fuera. Sí que son exhaustivos los del psicotécnico, sí.

Y vuelta a la Autoescuela para entregarlo todo y que me pusieran en lista. El viernes que viene sabré que día de la última semana de febrero tengo que ir a Móstoles a examinarme de la parte teórica. Y ya que estaba allí me quedé a hacer unos cuantos tests. La verdad es que me han salido bastante bien, pocos fallos y mucha soltura. No como los que me acompañaban, ante los cuales me ha subido la moral una barbaridad. La una preguntándole al profesor que corregía los tests si un vehículo de tracción animal tiene que respetar el límite de velocidad de la vía por la que discurra. Y yo pensando en un burro circulando a 120 kms./h y con cuentakilómetros y cuentarrevoluciones. Lo más de lo más. Y la otra que en cada respuesta no tenía reparos a la hora de marcar como válidas dos o incluso las tres opciones que te da el test en cada pregunta porque a la pobre le parecían todas igualmente válidas.

Luego, vuelta a casa para comer, que la tarde se presentaba intensa. Primero, había que ir a elegir definitivamente los materiales que queremos poner en la casa pues, por fin, tenemos fecha para el comienzo de la reforma: el 1 de marzo. Y, después, ir a que nos entregaran las llaves de la casa de alquiler, a la que tenemos que llevar nuestras cosas en estos quince días que nos quedan para dejar nuestra casa vacía y lista para convertirla en un garbanzal.

Cuando he entrado en la casa de alquiler, se me ha caído el mundo encima. He comprobado que desde el 1 de marzo hasta tres o cuatro meses después vamos a pasar muchas estrecheces y, sobre todo, vamos a vivir en un sitio feo y sombrío. Es duro pasar de un último piso a un primero. Aquí arriba no nos molesta nadie y nos cagamos en todo el mundo (con perdón) pero, sin embargo, aunque solo he estado un cuarto de hora, en el primero escuchaba a los de arriba, a los de al lado, a los de enfrente, a los de detrás y a los de la calle. Presiento que ahora me voy a enterar de lo que vale un peine. Y luego que la casa está fatal: faltan muebles por doquier, los aseos son del año de la tos, da cosa meterse en esa bañera por si se te aparece el violador de Kosovo y en las habitaciones hay ropa por los suelos, así como cosas sucias en el fregadero. Lo que no sé es desde cuándo están allí. Todo desangelado, sin lámparas -solo tenebrosas bombillas colgando del techo- y mucho desorden. Un sofá en una habitación, un teléfono en otra, una cama rota en la de más allá y un ordenador sostenido por un par de tableros en el despacho de la entrada. Y a eso añádanle las cajas que nosotros tenemos que llevar y que, como las de los libros por ejemplo, no tenemos intención de abrir para volverlas a traer a casa tal y como saldrán de aquí en breve. Vamos, la casa del terror.

Así que supongo que a partir de la semana que viene empezaremos la mudanza. Con lo que vi esta tarde en la casa del terror, ya se me quitaron las ganas de hacer obra. O sea, que estas dos semanas también van a ser muy intensas, tendré poco tiempo para cualquier cosa y espero saber trasladar el teléfono e Internet a la otra cosa para, al menos, poder asomarme por aquí y olvidarme de la casa en que voy a vivir a partir del 1 de marzo. Y, por cierto, espero haber aprobado el teórico para entonces y comenzar enseguida con el práctico.

Entre tanto, rogaré por si un día las musas deciden volver y regalarme nuevas entradas.


Pero, ¿para qué?; ¿Para qué tanto suplicar, tanto ir detrás, tanto invitar, tanto dejarme ver, tanto perder el tiempo en conversaciones estúpidas que no me llevan a ninguna parte?

¿Por qué me complico yo tanto la vida, pensando en esto y en aquello, si yo, tal y como estoy ahora mismo, soltero de oro, estoy más feliz que una perdiz?

Claro. Ustedes me dirán que no hay nada como vivir el amor, ser conscientes de que otra persona de fuera de la familia nos ama y sentir todo ello en nuestras propias carnes. Es maravilloso comprobar que esa persona es feliz a nuestro lado, que le gusta estar con nosotros y que se siente realizado con poco que se le de a cambio. Es una gloria ir con ella de acá para allá, bebiendo la vida a sorbitos pequeños, disfrutando de buenos y de inigualables momentos y, sobre todo, sentir que para esa otra persona no hay otra como nosotros.

De todos modos, el mundo está muy mal repartido. Mientras Paquirrín y otros especímenes fruto de la (in)volución humana disfrutan de gratas compañías -aunque me temo que son solo gratas para los ojos; no dan para más-, aquí me tienen ustedes de soltero de oro siendo, como soy, un partidazo. Dicen que tocamos a no sé cuántas -perdonen la indefinición- mujeres por hombre. Como sigamos así supongo que, en mi caso, se referirá al cómputo de enfermeras que me cuidarán cuando esté ya en las últimas; todas para mí.

De momento, ya saben ustedes, mis experiencias son más para reír que para tomárselas en serio. No les mentaré el misterioso caso de la chica que no reacciona ni aunque la invites al mismísimo Pincho de Castilla. La invité antes de Navidades a comer en un sitio modesto, que uno es becario; y aquí seguimos, sin la invitación en pie porque le dio trombosis de tanto esperar en la misma postura. Total, que si quiero que una mujer vaya detrás de mí, tendré que adelantarla.

Por eso, ¿para qué quiero yo todos estos quebraderos de cabeza que, dependiendo de por dónde les de por salir, te hacen sentir una mierda integral?

La soledad no es nada malo. Es un estado más que, si te toca en suerte, debes aceptar y llevarlo de la mejor manera posible. A mí no me cuesta, me encanta quedarme solo en casa porque me quedo solo, es decir, no aprovecho para organizar guateques, ni fiestones orgiásticos. Eso no me va. Y, luego, cuando mis padres vuelven, me toca las narices porque ya no puedo vivir a mi gusto sino bajo las condiciones de mi sufrida madre. Y paso unos cuantos días bastante malos, aclimatándome a la nueva situación. No comprendo el pavor que mucha gente tiene a vivir sola, a estar sola en casa, a necesitar incluso a alguien a su lado para (sobre)vivir o imaginarse el futuro. La soledad es fiel, te comprende, no se queja ni reprocha nada, te escucha, no se va si los demás nos abandonan, te da libertad y respeta tus santas decisiones.



No hay de qué quejarse por estar solos. ¡Los que así estamos tenemos un tesoro y nos ahorramos mil dolores de cabeza!

Con los pelos como escarpias me ha dejado un reportaje que he visto esta tarde en el Canal 24 Horas de TVE. Con el título de "Sin marcha atrás", los reporteros nos trasladan a la dolorosa realidad social de Añaza, un barrio de Santa Cruz de Tenerife donde muchas chicas adolescentes se quedan embarazadas y ven su vida trastocada por la presencia de uno o varios bebés.

Espanta ver cómo niñas de trece o quince años se convierten en madres; o aquellas que cuando cuentan con diecinueve primaveras ya les ha dado tiempo para tener tres o cuatro criaturas. Conmueve comprobar que no saben nada de los padres de esas criaturas, que éstos no se preocupan ni por la madre ni por su hijo/a, ni por formarles para que tengan un futuro mejor. Es el drama de personas que son padres y madres a modo de juego, por la fatal casualidad de una noche de juerga sin medida, de descontrol y desenfreno o por las malas pasadas de la testosterona en plena pubertad.



La frivolidad y el conformismo de ellos y de ellas respectivamente roza lo indignante. Como ellas van enseñándolo todo pues, claro, nosotros los machos cabríos no podemos aguantar la presión que sentimos en nuestras púberes gónadas y las dejamos embarazadas. O sea, es culpa de ellas, que nos incitan a la lujuria. Lo mismo de siempre. Pero, por otro lado, el grado de conformidad que muestran estas chicas, a las que parece darles lo mismo tener un hijo que un bolso, incita a levantarse del sillón y liarse a sopapos a través de la pantalla del televisor.

No me meto en lo que la gente haga o deje de hacer, pero sí creo que tenemos que pedir que lo que se haga se haga con conocimiento de causa y sabiendo a lo que nos expone nuestra conducta arriesgada. Ni siquiera se les pasa por la cabeza a estos jóvenes la existencia de métodos anticonceptivos que, al menos, les permiten pasárselo bien sin necesidad de padecer embarazos no deseados. Curioso es que lo de ser madre tan joven se vea como una moda del barrio y que incluso eso parezca una suficiente razón para que las amigas de un mismo grupo compitan entre sí y tengan celos las unas de las otras. Alucinante.



Madres jóvenes que se ven superadas por lo que significa traer al mundo un hijo. Pero, aunque se lo merezcan, no se ven solas porque son los abuelos de las criaturas recién nacidas los que se ven en la obligación real de sacarlos adelante, de cuidarlos, de hacer de madres y de padres por segunda vez y en su vejez. Porque ellos sí tienen recursos. O sea, gente irresponsable a la que, encima, todo se le da hecho y que, por ello mismo, no saca conclusiones de su temeraria experiencia; porque, sin duda, no viven en sus carnes el agobio, el dolor, el sufrimiento, etc., que les supondría sacar adelante a un hijo en sus condiciones. Madres que ni estudian porque no les gusta, ni trabajan, ni hacen nada de provecho; solo salir con los amigos e ir de flor en flor probando suerte, sin renunciar a nada y sin pensar que sus hijos las pueden necesitar más de lo que ellas se imaginan.

En conclusión, personas que no dejarán de ser irresponsables, que se arriesgarán una y otra vez y que, sobre todo, traerán al mundo a personas que no tienen la culpa de nada. ¿Qué futuro les espera con unos padres desaparecidos y unas madres tan inmaduras y que hasta se arrepienten de haberlos tenido?, ¿Qué perspectivas aparecen ante el niño que se ha convertido en la cruz con la que su joven madre tiene que cargar todos los días de ahora en adelante?



Gente que o bien se conforma con dar a luz al bebé que llevan en sus entrañas o que acude a una de las clínicas como la que nos enseña el reportaje. Por un momento, yo, que tengo una gran capacidad de empatía, me imaginé a una de esas muchachas sobre la camilla y al doctor urgando en su útero con esos trastos que nos muestra. Y por poco no me caí redondo al suelo -hay que servir para ser capaz de hacer eso-, aunque casi me eché a llorar cuando la madre que aparece después comenta que arregló el malestar provocado por los dos abortos que le practicaron yéndose de marcha a la semana siguiente.

Una sociedad en la que hay gente que, como dicen los monitores de cursillos de educación sexual, solo parece preocuparse por follar cuanto antes y cuantas más veces a la semana mejor. Una sociedad en la que eso ocurre sin que se tomen precauciones, sin tener conciencia de los riesgos que se corren y para pavonearse entre los colegas. Una sociedad en la que ellos achacan la culpa a ellas, a su forma de vestir y a sus insinuaciones y en la que ellas se conforman con el trato que reciben, el niño que nace nueve meses después y con poner cara de pánfilas. Y una sociedad en la que la píldora del día después o la clínica abortiva de turno se convierten en un método anticonceptivo como cualquier otro son factores que indican que algo no va bien. Y que hay que ponerse manos a la obra.

Cuando dejo que mi mente fluya y "navegue" por zonas desconocidas para mí siempre te me apareces. La incondicional. Incondicional pluscuamperfecta, para más detalles. Primero, te imagino frente a mí, cuerpo con cuerpo, besándonos locamente como si el fin del mundo estuviese anunciado para media hora después y ese fuera el plazo que nos quedara para disfrutarnos, para entregarnos sin cuartel. Estamos de pie, luego nos tiramos sobre un sofá, nos incorporamos o nos quedamos tumbados. Da igual. Me besas y te beso apasionadamente, sin dejarnos rincón de la boca y de los labios por saborear. Nuestras lenguas se confunden y nos comemos el uno al otro. Todo me parece fascinante, me sabe a gloria y la excitación de ambos es cada vez mayor.

Ésta es la que nos lleva a ir bajando a nuestros cuellos y a base de besos y mordiscos nos sintamos morir de gusto. Comienzan los jadeos y los profundos suspiros. Un gusto que se acrecienta por las suaves caricias que nos dedicamos por debajo de la ropa que aun nos queda puesta; poca ya. Mis manos calientes se cuelan por entre tu sostén y me enardezco palpando lo que hasta entonces me parecía uno de los secretos mejor guardados del mundo. Sin prisa, nos vamos desnudando, nuestros pechos quedan a la vista y eso nos permite observar, gracias a la tenue luz, todo aquello que hasta entonces nos estaba vedado a la vista y que solo podíamos intuir por el tacto. Pruebo tus pechos, me pierdo en ellos. Mi corazón retumba -no palpita- en mi interior y en mis sienes. Habiéndote despojado ya de los pantalones o la falda, me animo a manosear, acariciar y besar tus muslos para, como quien no quiere la cosa, ir acercándome hasta tu entrepierna; y extraviarme en ella otro buen rato. Y tú, entre tanto, deshecha en gemidos de placer, sudando, jadeando, agarrándote a mi espalda o a mis manos que, de vez en cuando, suben hasta tus pechos o tu cuello para recordarlos.

Tu cuerpo me parece la perfección. Tu disfrute es el mío y los dos nos ahogamos entre los irregulares compases de nuestra respiración agitada y entrecortada. No me canso de darte disfrute y, a continuación, te veo cabalgándome en todas las posturas posibles. Una después de otra, las probamos todas. Somos insaciables. Sentados, acostados, recostados de este o aquel lado, uno encima del otro y viceversa, o vaya usted a saber. El placer se incrementa, al igual que la tensión y el disfrute. Nos seguimos besando y acariciando, al tiempo que nuestros vientres se acercan y se alejan a bandazos cada vez más fuertes. Las pulsaciones están desbocadas, igual que la respiración y los dos cuerpos se funden en sudor. Jadeamos sin parar hasta que, al fin, nuestros orgasmos acaban con nuestra furia y el desenfreno del principio. Todo pasó, acaba de pasar. Nos besamos, nos miramos, nos acariciamos, nos relajamos, disfrutamos de los últimos coletazos orgásmicos que azotan nuestros cuerpos, ..., hasta que ya no podemos más y nos damos por rendidos. Mañana será otro día.



Y todo eso porque eres el vicio de mi piel, imposible de desprender. Eres mi fiebre, mi noche de placer, mi pasión oculta y el castigo que me domina y subyuga sin piedad. Eres mi dulce pecado que me llevas a caer en él una y otra vez, mi agradable perdición, mi temible aventura, mi ilusión, el beso y el suspiro que se me escapan sin querer. Eres mi pecado mortal, mi perdición prohibida.

Tú eres para mí, en suma, lo prohibido.

Si acaso, solo me mojaré los labios con agua bendita. Pero no me pondré un hierro candente en los ojos pues no puede ser que me ciegue y pierda así la oportunidad de ver tus ojos. Sí, los ojos de aquella que, cuando llegue a mí o yo a ella, sepa darme besos de verdad.

¡Tendré tantas cosas que ofrecerte, que dedicarte y que vivir contigo! Tu llegada sería el fin de mis noches frías y me harías tener y sentir la luz de Luna. Te daría la vida y no me importaría una muerte lenta siempre que tú estuvieras a mi lado, pues tu amor y tu presencia me ayudarían a cruzar el umbral. Y podré solo entonces irme en paz, sin miedo, reviviendo los años de felicidad, acariciado por tu voz, con tu perfume alrededor y mirándote; después de haberte dado mi vida y todo lo que tengo y soy.


Pero antes de todo eso, te daría amor a mares. Frente al mar e iluminados por la Luna, te estrecharía para protegerte y abrigarte de la brisa, sentirte en mis brazos y dar pie para cometer así las más traviesas y pérfidas locuras. Locuras de amor. Tengo para tí besos salados, besos transidos de soledad, besos fríos, besos tanto tiempo guardados, besos dormidos, besos al rojo vivo. Pero todos de verdad. Y así poder yo habitar dentro de tí, sentirte sobre la arena de la playa, los dos bajo la luz de la Luna, poseyéndonos al compás de las olas que rompan en la orilla.

El Norte que marcará mi ilusionada brújula será tu cuerpo y todas tus cosas. Que solo por el hecho de ser tuyas y de vivir contigo, en tu casa o envolviendo tu cuerpo, ya me darán envidia. Y mi deliciosa posada serán tus labios. Entre tanto, mientras recorro el camino que me haga llegar a tí, mis besos seguirán a la deriva, sin rumbo.




Pero cuando amanezca, ten por seguro que te pienso dar sin tregua amor del bueno, amor a mares.


PD: Sigo echando en falta a gente por aquí. Hasta que todos se den por enterados, mis entradas se seguirán acompañando de esta postdata en la que solamente se informa de que los comentarios ahora están arriba a la izquierda, debajo del título de cada entrada, y no debajo a la derecha de cada una de ellas, tal y como ocurría antes. Muchas gracias por vuestros comentarios y, por supuesto, por vuestra compañía.

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