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La gente es imbécil y no es que no lo sepa, es que no se da cuenta de que sus conductas ponen en peligro la integridad o incluso la vida de los demás, de los que les rodeamos.

Resulta que hoy he cogido el coche. Reconozco que soy estricto observador de las señales, normas y demás indicaciones de tráfico. Y, claro, cuando voy conduciendo, juzgo a los demás en función de los mismos parámetros, o sea, de su cumplimiento de las normas, de los límites de velocidad, etc., con lo que pueden ustedes imaginarse que el balance final suele ser demoledor. Cada vez que cojo el coche me sorprendo más y más de lo que la gente es capaz de hacer al volante y es entonces cuando pienso que debe haber un dios allá arriba porque de lo contrario no me puedo explicar que no haya más accidentes al día.

Hoy he llegado a una rotonda a la que se accede por dos carriles diferentes que vienen uno de la izquierda -el mío- y otro de la derecha -de los que se incorporan desde la Autovía-. Ambos carriles van a dar a la misma rotonda pero están separados por una línea continua, lo cual obliga a los que vienen por la izquierda a incorporarse a la rotonda desde dentro. Yo nunca me incorporo a las rotondas desde el carril de la izquierda, ni las hago por dentro, teniendo luego que invadir el carril de la derecha cuando llega la salida que quiero tomar, me parece peligrosísimo. La cosa se complica en tanto que en la rotonda que digo la mayoría de los que venimos por ese carril de la izquierda queremos salir por la primera salida de la rotonda. Es decir, tenemos que invador el carril izquierdo y pasarnos al derecho dentro de la rotonda y en menos de cinco metros. Por estar ocupando el carril de la izquierda, tenemos que ceder obviamente el paso a todos aquellos que ocupan el carril derecho, el de los que vienen de la Autovía.

Pues bien, cediendo el paso estaba, cuando observo que ya no hay más coches a mi derecha y me dispongo a invadir la rotonda y su carril derecho. De repente, una pitada de las que hacen época. Freno lo más rápido que puedo y resulta que era una señora muy lista que hacía un momento estaba detrás de mí y que, pasándose por el forro de los ovarios la línea continua y cansada de esperar a que yo cediera el paso, me adelantó sin tener en cuenta que los conductores por el espejo retrovisor derecho tenemos un punto muerto muy grande y no se ven los coches que llevamos pegados por detrás -por eso no hay que adelantar por la derecha-.

Me pega la pitada y yo se la devuelvo porque considero que no tiene ni puta idea del código de circulación y que no me merezco la pitada. Que se la merece ella. Nuevo caso de justicia a la inversa. Es pitado el que lo hace bien y quien actúa mal pretende imponer su santa voluntad. Pero, contumaz, se me para en medio de la rotonda para hacerme una peineta y, supongo, para mentar a todos mis ascendientes no precisamente con un bonito fin. Y yo, justo juez, se la devuelvo y le pego otra pitada porque, en efecto, ningún conductor en su sano juicio puede pararse dentro de una rotonda. Y menos para hacer el gilipollas. Iniciamos la marcha y, cuando llegamos al siguiente ceda el paso, se me queda mirando por el espejo retrovisor durante medio minuto, en lugar de mirar a los que venían y de incorporarse cuando pudiese.

Yo no dejé de mirarla y, cuando consideró oportuno, se incorporó a la Autovía y desapareció de mi vista. Me recordó a aquella otra buena mujer que me pitó porque yo estaba haciendo la rotonda por el carril de la derecha con el intermitente izquierdo puesto, ella iba por el de la izquierda, quiso salir y no podía porque yo estaba haciendo la rotonda, taponándole su salida. Otra pitada memorable...

Así que, señores usuarios de la A-3 a la altura de Rivas-Vaciamadrid, lleven cuidado, que hay una conductora kamikaze suelta que tiene más peligro que un pirulí en la puerta de un colegio y que sabe de conducir lo mismo que yo de construir puentes levadizos.

PD: ¿Cuál ha sido el altercado más alucinante que has tenido al volante, provocado por la imprudencia de otro conductor? Si quieres, cuéntamelo.

No sé si Ricky Martin tendrá mucha idea de lo que es vivir la vida loca. El caso es que es una de las canciones que le han hecho famoso. En caso de que no lo sepa, yo podría darle unas lecciones pues eso es lo que estoy haciendo desde hace unas semanas: vivir la vida loca.

Y lo curioso es que me gusta, me hace feliz, me siento bien. Madrugo, de hecho, con gusto aunque todos los días, para mí, sean iguales y tenga que madrugar. Porque en eso consiste la vida del opositor, en que se tiene que someter a los mismos horarios siempre y hacer siempre lo mismo, con pocas excepciones y concesiones al ocio. No puedo decir que esté mano sobre mano, todo lo contrario. Si no estoy estudiando, estoy en la academia. Si no, estoy correteando por Madrid, entre facultades y bibliotecas sacando los libros que cada grupo de temas requieren consultar o yendo y viniendo por las calles del lugar donde vivo en busca de la fotocopiadora perdida, del clip mágico o del tesoro del boli subrayador de punta gorda.

Pero hay días que uno nota que el cuerpo se queja, no colabora. Será que no todos los días se puede tener el mismo rendimiento, ni obtener los mismos resultados. Eso lo llevo viendo todas estas semanas. Y no es cuestión de que apetezca o no, es que el cuerpo dice y tú haces arreglado a lo que te deje. Hoy es uno de esos días raros. Me duele la cabeza. Así que, por aquello de seguir avanzando, dejaremos el ejercicio mental fuerte para mañana y nos pondremos a leer hoy los dossieres de actualidad que, aunque requiere ejercicio y concentración, es algo más liviano y llevadero.

Y así transcurre la dura vida del opositor, a trancas y barrancas, adaptándose a lo que cada día trae y tratando de avanzar y de oponerse a las fuerzas oscuras del abismo que amenazan con restar la concentración o, incluso, abstraerte del estudio como, por ejemplo, los right royal pain in the ass del 1444, un teléfono de Vodafone, que ya me han llamado cinco veces en lo que va de día desde las diez de la mañana. Y yo colgándoles porque, cuando se lo cogía las primeras veces hace ya meses, nunca contestaba nadie. Ya está bien, joder, ya está bien.

Aquella noche estaba en la barra del garito donde solía ir cuando me sentía solo. Estaba solo, apoyados los brazos sobre la barra, con gesto cansado, triste, melancólico, queriéndola ver reflejada en el fondo del vaso de tubo, amándola en la distancia, bebiéndomela a sorbos pequeños para que aquella noche no acabase nunca.

Y un hombre, con aspecto algo desarrapado, barba mal arreglada a medio camino entre la pelusilla y la barba dura y olor a alcohol y sudor y con una chaqueta de pana algo sucia y raída, se acercó. Curioso, quiso saber y preguntó.

-Oye, ¿tienes algún problema?

A mí, en una situación normal, aquello me habría resultado muy violento. No soy amigo de curiosos, ni entablo conversaciones con el primero que dobla la esquina. Pero, no sé, quizá necesitaba sacarlo fuera y respondí:

-Sí, dije, si es que lo mío puede llamarse problema. Estoy haciéndole el amor a esta copa cuando realmente se lo debería estar haciendo a ella.

Y se pidió otra copa de soledad y bebimos y brindamos juntos por ellas, tan tristes y tan dulces al mismo tiempo.

Sabido es mi gusto por los boleros. Y si por algo me gusta montar en Metro, si es que eso puede llegar a gustar a alguien, es por ver cómo el bolero está vivo, la gente lo siente e, incluso, da la sensación de que se identifica con él aunque la gilipollez que nos aqueja nos haga de vez en cuando disimular nuestros verdaderos gustos tratando de adaptarlos a la moda del momento.


Hoy, como tantas veces, entró al vagón en el que yo me encontraba un extranjero pertrechado de un micrófono y un amplificador. Al son de la melodía, interpretó uno de los boleros más conocidos. Esta gente siempre canta boleros, ignoro por qué. Tanto que me alegro. Yo iba cantando el bolero para mis adentros y he comprobado que no era el único y que, incluso, una pareja aprovechaba para besarse y un matrimonio mayor para cogerse de la mano, como con ganas de ponerse de pie y bailar arrimaditos.



El bolero vive, está claro. El bolero gusta. Y eso porque siempre hay un bolero para cada situación, de amor o de desamor, y porque no somos capaces de vivir sin amor, de padecer por él, de dejarnos llevar por el amor o de abstraernos a él.




Y como yo tampoco puedo vivir sin amor, hoy les dejo uno de los mejores boleros según mi parecer, de esos que son para arrimarse y no despegarse en toda la noche, en la voz del mejor.

Lo tengo comprobado. Cada vez me ocurre más. Siempre me ha pasado pero intuyo que conforme vaya cumpliendo años voy a tener que enfrentarme con situaciones parecidas de manera cada vez más frecuente.

¿Y a qué me refiero? A que cada vez se cuestiona más mi manera. Sí. Mi manera de hacer las cosas, mi manera de ver la vida, mi manera de comportarme, mi manera de reaccionar, mi manera de negarme a esto o a aquello, mi manera de amar o de conquistar, mi manera de argumentar esto o aquello, mi manera de desprenderme de este o de aquel, mi manera de ir por la vida, mi manera de tratar a la gente o mi manera de dejarme hacer. En fin, todo es criticable.

Y lo es, lo de criticable, digo. Pero no entiendo ese afán que va más allá de la crítica sana y que pretende imponer su punto de vista sobre el tuyo. Debe ser terrible la fuerza que impele a las lenguas a afearme esto o aquello, a decir a los demás cómo soy o cómo me las gasto con objeto de que alguien desista de su intento de convercerme, de que alguno de por supuesto que algo no me va a gustar por soy tal y cual, de que se piense que mi negativa no se debe a un motivo sino a una excusa para tratar de quitarme de encima algo engorroso o alguna propuesta que no me gusta.

Puede que sea imposible de evitar pero, lo juro, a mí eso nunca me ha pasado. O, al menos, no lo recuerdo. Yo quiero que me respeten y, por tanto, tengo el máximo respeto por las formas, modos y maneras de hacer las cosas que tienen los demás. Puedo opinar sobre lo que veo o lo que creo que hace una persona, sobre los motivos que le llevan a hacer esto o aquello o acerca de la reacción que creo que va a tener. Pero nunca pontificar, nunca criticar, nunca tomar conclusiones en nombre de los demás, ni preveer lo que él o ella va a hacer en virtud del "yo creo que le conozco demasiado".

Yo puedo ser como sea, reconozco que tendré miles de defectos, de algunos me doy cuenta y otros serán más visibles para los demás que para mí mismo. Eso como a todo hijo de vecino. Pero lo acepto todo. Todo hasta que considero, lógicamente, que tal o cual cosa, actitud, persona, etc., me molesta o me perjudica. Entonces no lo acepto y lo mando a la mierda o pongo todos los medios para evitar que me provoque malestar. Puede que mis razones no sean las mejores para hacerlo o que el diablo me ciegue y me haga tomar decisiones apresuradas y de las que luego me arrepentiré pero, por lo menos, lo hago a mi manera.

Y ese, creo, es el problema. Que me gusta demasiado hacer las cosas a mi manera y, en cierto modo, tener una personalidad tan marcada y vivir de acuerdo a ciertos principios -que pueden gustar más o menos al común de los mortales pero que son míos y solo míos y mi vida adquiere sentido en torno a ellos y no se hable más-. Tener un territorio tan definido en donde los límites los tienes perfectamente establecidos y pretender que todo el mundo los respete o, si no, imponerlos por la solemne jurisdicción del "por que sí", eso, creo, molesta. O no se entiende. Y todos tratan de convencerte de que des una tregua, de que hagas algo que no te convence, de que lo aceptes. So pena de que, luego, podrá alguien acusarte de que le jodes el vacilón al personal, de que cortas el rollo y de que eres un tal y un pascual. Y ellos, tan satisfechos. Han pontificado. Han dejado las cosas claras. Se han lavado las manos, la culpa de que el plan no funcione es tuya o de tus sacrosantos principios.



Pero es, en definitiva, mi manera. Y, lo siento, pero lo seguirá siendo.

Es curioso, me llevo fijando tres días, el poder de nuestras cabezas para almacenar, condensar, traernos y recordarnos todo tipo de información e imagénes que no nos sirven más qe para distraer la atención de lo que estamos haciendo. Y me resulta gracioso que cuanto más esfuerzo mental tienes que hacer, más tonterías, absurdeces, recuerdos, imágenes, etc., se te vienen a la memoria.

Estudiar una oposición no es fácil. Y si esa oposición es para alto funcionario, para directivo público, pues apaga y vámonos. No hay horas suficientes al cabo del día para estudiar los temas, leer dossieres, practicar inglés, repasar la actualidad de cada día, leer secciones de opinión de los periódicos y recorrer bibliotecas en busca de los libros más útiles sobre materias que más o menos te suenan o que directamente desconoces. Depende del bagaje de cada uno. Es un enorme esfuerzo mental, requiere mucha fuerza de voluntad para hacerlo con ánimo y tesón y hay noches que acabas con los plomos fundidos y a la mañana siguiente no queda valor para salir de la cama porque el cansancio es terrible.

A lo que iba, que se me pasan los quince minutos de descanso... Estudio al lado de mi ventana y veo el cielo azul claro y precioso. Entonces me acuerdo de El Retiro y de las parejas que seguramente estarán besándose sobre el césped o en el estanque grande y sus barcas, tomando el sol, sin camisetas o de manga corta, felices, sin preocupaciones. O eso parece porque nadie es feliz del todo, todos tenemos algo de amargura. Y el que lo niegue, miente como un cosaco. Puede ser que también me acuerde de todos y cada uno de mis amigos y piense qué estarán haciendo ellos, seguro que disfrutando del fin de semana y la envidia me corroe. Y, encima, para terminarlo de arreglar, hoy es el cumpleaños de mi mejor amiga, al que espero poder asistir si me quedan fuerzas y si nada ni nadie se confabula en mi contra. Una amiga se fue al campo. También me acuerdo de mis charletas por Facebook con Leo, mi amiga de Telde, con la que no puedo hablar porque entonces sí que no estudiaría nada. Hay que ponerse serios. Pero me acuerdo de sus mensajes, de sus buenos días y buenas noches, de sus vídeos de música. De todo. Y de todas las demás: Amelia, Marta, Marisa, etc. Veo que mis padres se van a la vía verde, a andar por las tardes, y siento que mis pies sienten una fuerza irresistible para salir a la calle. Con el buen tiempo que hace... Pero no puede ser, lo combato como puedo. Abro la ventana y aun no hace un calor sofocante, se está muy bien. Y si hiciera mucho calor, encendería el aire acondicionado, que para eso se puso hace ahora un año. Que en algo se note la reforma de la casa.

Pienso si alguien habrá actualizado su blog y, al mismo tiempo, me digo que no tengo tiempo para comprobarlo. Salgo al pasillo a ventilarme o a lo que antes era la terraza del salón para coger aire puro y descansar y que mi cara no adquiera forma de tocho sobre teoría política, que bastante tiene con la forma que ya de por sí tiene. Y veo a la chiquillería jugando en la calle, a sus madres comiendo pipas en los bancos de la urbanización a la sombra, al fresco. Quién fuera ellos para estar tan desocupados y pasar un auténtico día de sábado o de domingo, sin hacer nada, que aun no sé lo que es.

Me encuentro con la tortuga de mi hermana, que patalea feliz en su acuario, con la única preocupación de cazar las gambas que se le echan para comer. Cuando me mira, tuerce la cabecita, del tamaño y forma de un hueso de aceituna. Parece que ya me conoce y patalea más fuerte, como si me quisiera decir algo. Yo solo te puedo contar algo sobre derecho romano, pienso, y qué más quisiera que estar como tú, bañándome en tanta agua y sin tener estos sudores espantosos que me sobrevienen cada vez que empiezo un nuevo tema y que no sé ni por donde coger. Y ella me mira como diciendo "si supieras lo divertido que resulta llevar todo el día la casa a cuestas como yo, no dirías eso", tonto del haba. Aunque, bueno, lo mismo después de mirar los 160 temas, los tochos, los dossieres y demás cosas que tengo que desentrañar, estudiar y leer, prefería y todo quedarse con la condena de vivir acarreando su casa y chapoteando sin parar.

Y ya van dos temas. De 160. Eso no es nada pero téngase en cuenta que empecé con ellos entre el jueves y el viernes, hace dos días. Y que los tengo que estudiar completándolos con la información de varios libros, si es que pretendo aprobar. El martes los canto. Y, así, los martes de cada semana. La primera vez que hago eso. Veremos a ver si los cantaré o si, mejor dicho, daré el cante. El martes saldremos de dudas.

Me podrás decir que la cosa está que arde, que es difícil encontrar trabajo y que la nueva filosofía del trabajo consiste en tener un trabajo de mierda y rezar por no perderlo, para qué quejarse y ponerlo en peligro, ¡ay si Marx y Engels levantaran la cabeza! Que Zapatero dice que se va y que lo que viene será peor. Que las guerras nunca se van a acabar, que el mundo anda revuelto, que al tiempo no hay quien lo entienda y que los desastres humanos y naturales se cuentan por cientos. Que vaya asco de España, de corrupción, de crispación, de chorizos, de EREs, de chupópteros y de mangantes, de caso tal y caso cual, de la basura televisiva, de empresarios y banqueros usureros y de ciudadanos agobiados, hipotecados, ahogados y que, a pesar de ello, solo se mueven cuando hay partido de fútbol.

Pero todo ello lo podemos mejorar o, incluso, nos podemos olvidar de todas esas cosas si de vez en cuando, más de lo poco que lo hacemos ahora, nos dijésemos, nos recordásemos sin intermediarios, cuánto te quiero, las ganas que te tengo, lo que te haría, cuán loco me vuelves y todo lo que me dejaría hacer por ti mientras siento que contigo en el mundo todas las quejas, los problemas, los inconvenientes, la política, la economía y las centrales nucleares, son accesorios. Ni me van, ni me vienen. Porque solo te quiero a ti.



Y aunque no te lo diga suficientes veces o en el momento más adecuado, sino solamente de vez en cuando, tarde y de pasada, hoy me apetecía decírtelo, hacértelo saber. Y, si te surge alguna duda, esta noche estoy dispuesto a aclarártelas todas.

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