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Ya he dicho en muchas ocasiones que hay veces que me pongo a escribir y no sé sobre qué porque solo me apetece escribir pero no me encuentro inspirado, no tengo tema alguno que desarrollar, ni las ideas fluyen con mucha agilidad.

Es el gusto de escribir por escribir pues a quienes nos gusta esto de darle a la tecla o a la pluma -entiéndase esto último en sentido literal-, el escribir nos da placer. Hay quienes redactan primero en papel lo que luego transcriben en su blog y otros, como yo, que escribimos directamente sobre la plantilla del blog no sin antes de darle a "publicar entrada" haber repasado, releído y corregido el escrito varias veces, todas las necesarias para que quede como se desea, no haya errores, ni faltas ortográficas, ni errores de estilo. Que servidor es muy estiloso, todos los que me conocen lo saben.

Hay quienes tienen líneas bien marcadas a la hora de desarrollar temas en sus blogs y otros a los que eso nos trae sin cuidado. Los primeros siempre tratan los mismos temas, respaldan las más diversas causas o se dedican a reflexionar, por no hablar de blogs de contenido para adultos. Los otros escribimos según nos viene la inspiración, afectados por el día a día, por anécdotas ocurridas, por lo que leemos o vemos en los medios de comunicación o por nuestra experiencia personal.

Algunos escriben relatos de ficción o mezclan la realidad con aquélla y no se sabe muy bien qué es verdad y qué invención. Pero no es asunto del lector alzarse como juez y tratar de discernir si lo que ha leído es verdad o mentira o medio mentira. Eso es cosa de necios. Y de trolls -de profesión: revienta entradas-. Los lectores inteligentes comentan lo que han leído y les importa tres cojones -con perdón- si el escrito tiene kilo y cuarto de mentira y tres cuatros de verdad. Porque cada uno escribe lo que le sale de las narices en el blog que gobierna, faltaría más. Otros hacen de su blog casi un diario personal, un sitio donde expresarse poética o literariamente y otros un lugar donde contactar con amigos aprovechando las diversas temáticas de unas entradas principalmente vinculadas con peripecias o situaciones ocurridas en la vida real. En mi caso, creo, este blog es un lugar donde expreso ideas, alguna reflexión o queja vinculada con mis situaciones personales diarias y, especialmente, sentimientos, recuerdos y nostalgias. Sentimientos de amor en todas sus vertientes, los que me siguen saben bien a qué me refiero con esto.

Escribir, para mí, es toda una terapia. Me mantiene en contacto con gente que me gusta e interesa y con quienes me lo paso bien, me permite expresarme, leer opiniones de personas ajenas a mis situaciones y me hace aprender. Me recuerda que no estoy solo en el mundo, que las mismas cosas se pueden vivir de muchas formas diferentes y que hay tantas formas y posibilidades como personas hay en el mundo. Que ninguna es la verdadera o la buena o la más efectiva, sino simplemente una opción más. Que estamos de prestado, que la vida debería ser más simple de lo que la hacemos y que prácticamente somos como marionetas movidas por no sé muy bien quién, a su antojo, para conseguir no sé muy bien qué. Y, de repente, el teatro de marionetas se acaba. Toca a su fin y si te toca quedarte, lo haces con tres palmos de narices. Aprender que mis problemas no son nada en comparación con los de los demás, que no se hunde el mundo en mi gota que parece un océano, aprender a hacer las cosas de otra manera, a pensarlas de forma diferente, a proceder de distinta forma y a aprender de la diferencia. Que todo es válido mientras no se interfiera, ni moleste, en la vida de nadie; que nada ni nadie es condenable o censurable siempre y cuando actúe sujeto a la ley del respeto al prójimo y que la mentira, por mucho que se insista, no puede nunca pasar como verdad.

Larga vida, pues, a Ensuciando la Red, a sus amigos y a cuantos se quieran sumar a seguir aprendiendo. Muchas gracias.

Que sí. Todo tiene su tiempo y su momento y hay cosas materiales -bienes, posesiones, artículos en general- a las que se les acaba el ciclo. Y cuando eso ocurre hay que saber replegarse, retirarse a tiempo, no enquistarse, no insistir, no ponerse terco. Tampoco hacerse sangre, dolerse uno mismo o traumatizarse en caso de que sea imposible, no conveniente o demasiado arriesgado darle más vida o continuidad al bien material de que se trate. Se acabó. La experiencia pasó y llega el momento de marcharse, de desprenderse, de recoger los bártulos y de agradecer lo que se ha vivido gracias a dicho bien. Marcharse con una sonrisa, una mirada al Cielo agradecida y un muchas gracias en voz alta por todo lo que había en el mundo antes de que uno llegase, de lo cual se ha podido disfrutar.

Nada es para siempre, nada es eterno. Y aceptar eso no es un problema, es solo un ejercicio de humildad que todos tenemos que hacer. Y de darse cuenta de que lo mejor es ir ligeros de equipaje, no con las maletas llenas de dependencias materiales. Un problema es una enfermedad incurable, un padecimiento irreversible, un dolor, una depresión, un túnel sin luz al otro lado, una dependencia, un fallecimiento o un sufrimiento personal por cualquier causa. Cosas por el estilo. Eso sí son problemas. Lo otro solo da pena, una pena temporal e inevitable porque, de algún modo, perdiendo lo material, es como si perdiéramos una parte de nosotros, de nuestra infancia, de nuestra vida, de nuestro imaginario vital. Perder nuestras referencias, lo que nos une a las cosas y a los sitios, los espacios vividos, lo que en definitiva nos ha hecho ser como somos. Lo que ha sido nuestro, lo que nos ha hecho felices, lo que ha sido escenario de nuestra vida o parte de ésta. Y solo te queda el derecho a recordar. Y los recuerdos, por mucho que diga la gente, son agrios. A mí no me despiertan tantas sonrisas y alegría como la gente dice que provocan. Será que soy mutante.

Hay que saber desprenderse de todo aquello material de que nos servimos, que habitamos, que utilizamos o con lo que nos adornamos. Hay que saber ser desprendidos. No desarrollar apegos tan fuertes que, luego, provoquen una incapacidad terrible de deshacerse de dichas cosas, cuando a éstas les llega su fin. Y esa incapacidad, ese ansia por acaparar, provoca a su vez dolor. Dolor por lo que se pierde, que se ve incrementado por la actitud que se adopta al no aceptar el fin de lo material.

Habrá que aceptarlo, repetirse esto muchas veces al cabo del día y, en la medida en que se pueda, no dar tregua a los recuerdos. Y que pase cuanto antes, sin doler en exceso y con cosas siempre en mente para evadirse.

Llevo mucho tiempo, no se crean que esto se me ocurrió ayer por la tarde mientras disfrutaba de un delicioso café con caramelo con alguna gente por Madrid, dándome cuenta de lo importantes que son los hijos de puta o supuestos hijos de puta en nuestra vida. Son esenciales, no se puede vivir sin ellos. La vida sería diferente, tendría otro color. Son, diría yo, nuestro alter ego.

Y es que hay gente que piensa que están rodeados de hijos de meretrices en el sentido metafórico del término, a excepción de aquellas personas a las que consideran sus amigos, a los cuales suelen tener bastante endiosados y no dudan un segundo en cubrirles públicamente con todos los halagos inventados y por inventar -por mucho que hay algunos que se endiosan ellos solos, no les hace falta la colaboración de nadie. Ésta suele ser la gente más necesitada, los que no aportan nada a nadie, los que están vacíos y suenan a hueco, los que provocan incontinencia intestinal y hasta generan una pena que a veces roza la compasión y se tienen que alabar sus virtudes ellos mismos porque ninguna otra persona sobre la faz de la Tierra está dispuesta a hacerlo-. Pobres. Como les decía, esta actitud de alabar a sus amigos reafirma a los muchos miembros que tiene la populosa Asociación de Damnificados por Hijos de Puta, les sitúa donde tienen que estar y hace que crean que su mundo es perfecto, que quienes les rodean les aman profundamente y que no tienen carencias de nada. Y que los supuestos hijos de puta son todos los demás, tanto los que hacen algo feo como los que no pasan por el aro de determinadas cosas. Enemigos a batir, pues. Que a dichos amigos de los pertenecientes a la antecitada Asociación -especialmente a los que se endiosan y/o quieren que los demás se conviertan en satélites suyos-, las putas puedan proclamarlos objetiva y honoríficamente hijos suyos con distintivo rojo, ya es harina de otro costal. Si ellos supieran lo que les quieren…, dicen muchos. Pero eso no les interesa tanto a los asociados. Son felices viviendo así. Lo contrario significaría alterar su vida, modificarla, verse en la obligación de elegir quedándose con unas cosas y/o personas y mandando a la mierda otras, provocar un terremoto, desubicarse y para eso hay que tener dos cojones, dejar de comportarse servilmente y desarrollar un pensamiento independiente. Mucho pedir, me temo.

Lo que sí es verdad es que me hago cruces cuando me topo con alguien que dice haber tenido una experiencia con un hijo de puta o supuesto hijo de puta pues, por lo común, los hijos de puta tienen novena. Novena de nueve días, de nueve meses y estoy empezando a sospechar que de nueve años también. Aparecen los hijos de puta o supuestos hijos de puta, hacen la supuesta putada -horrible en todos los casos que conozco-, y se largan pero dejando huella. Nunca falla. Sus efectos malignos se extienden a lo largo de varios meses y, aunque juren y perjuren que les tienen olvidados y les desean desdichas sin cuento, los afectados están continuamente recordando sus afrentas, sus actos, lo que hicieron y lo que tanto les dolió. Lo necesitan para reafirmarse. El supuesto hijo de puta va y viene, sale en conversaciones, cansa al personal y hasta aparece en balances de fin de año condicionando la valoración que se hace del mismo. Mi año fue una mierda porque me cogí una depresión por esto y por aquello…, tiraría mi año a la basura por las putadas que he sufrido…, espero que el año que viene tenga que padecer menos hijos de puta… Penas sin cuento, rechinar de dientes, invocación a todos los dioses para que caigan sobre los supuestos hijos de puta las más terribles maldiciones. Y que no salen de ahí, que no lo superan.

Eso por no hablar de qué entiende cada cual por hijo de puta. Hay hijos de puta que lo son porque lo son. Y cualquiera que se los tope los padece. Pero como todo en esta vida, el término se usa por exceso y hay hijos de puta que son todo lo contrario o que han sido calificados de tal manera porque hay quienes tienen la necesidad de que así sea. Para reafirmarse, les decía. Porque hay quienes necesitan tener una persona de quien echar mano para colocarle el sambenito de hijo de puta, para pisotearle, para hundirle, para que todos se crean el cuento tal y como ha sido montado e, incluso, para hacer que el supuesto hijo de puta se coma los marrones que se deberían haber comido otros.

Pero la vida no es justa, esta reflexión tampoco se me ocurrió ayer, y yo solo puedo afirmar que me maravillo de ver hasta qué punto mucha gente condiciona su vida, sus reflexiones, sus conversaciones, sus valoraciones, sus amistades, etc., a los supuestos hijos de puta. Te deseo un año mejor, le dije yo hace como tres semanas a un conocido, si solo se te ocurre resaltar de tu 2010 la intervención de un hijo de puta y dedicarle a éste más de veinte minutos de una conversación que duró treinta. Vaya mierda de año, sentencié. Sin darse cuenta, le estaba dando al hijo de puta una importancia que supuestamente no se merecía porque era un tal, un cual y un Pascual. Supéralo, chaval, supéralo, que ya va siendo hora, que de eso hace ya tanto tiempo. Y si te sigues acordando del supuesto hijo de puta será, una de dos, o que no tienes la conciencia muy tranquila y necesitas llamárselo cada cinco minutos para concienciarte tú mismo de que eso es así -en caso de que el hijo de puta sea supuesto- o que no tienes capacidad de superar y pasar página -en caso de que el hijo de puta lo sea realmente-.

Y, entre tanto, yo me pregunto. ¿Será que necesitamos un hijo de puta en nuestra vida sobre quien vomitar nuestro odio y las frustraciones que acarreamos y para que nuestro mundo siga siendo el que es, sin cambios, sin cuestionamientos de ningún tipo, todo maravilloso?, ¿Será que cuanto más se repita, más hijo de puta parece la persona a quien nos refiramos?, ¿Será porque los supuestos hijos de puta no son tan hijos de puta y sí lo son quienes se permiten el lujo de ir por la vida impartiendo justicia a su manera y sentenciando lo que cada cual es públicamente, con escarnio, a traición e insidiosamente?

Ya está bien, joder, ya está bien, siempre con el mismo rollo. Que lo superen y, si no, que pidan cita en el especialista para que les mire la psique.

Ya está todo -y todos- en su sitio. Yo, donde siempre. Y tú a mi lado, ya de vuelta. Por fin. Todo en orden. Tú y solo tú.

Ya los amaneceres son y serán diferentes. No serán fríos, sino cálidos como tu cuerpo. Porque el sol de tus ojos me calentará, me cobijará de las heladas y me protegerá de las inclemencias. Los bostezos, el tedio y el aburrimiento darán paso a la esperanza de ver tu sonrisa cada día, los combatiremos con tu voz y con la ilusión de fundirnos en un beso eterno bajo la misma marquesina del autobús de siempre sin importarnos lo que pasa fuera, los problemas que siempre tiene la gente para guardar cola o si algún autobús se nos escapa. Solo me importas tú, solamente tú.

El trabajo no será una pesada carga pues se nos pasará volando. Porque nos tenemos ganas. Ganas de salir, de andar, de beber, de comer, de correr, de todo. Pero de todo contigo. Ganas de mirarte y no distraerme con ninguna otra cosa, por muy bonito que sea el paisaje. Sentir que tu luz cura mis heridas. Y ya no parecerá que soy sordomudo, sin tener nada que contarle a nadie. Ahora puedo decir que has vuelto, que ya no estoy solo, que el sol sale todos los días para mí aunque el cielo esté encapotado y con este feo color de panza de burro, que dos ojos marrones son los que me guían y me aguardan a la salida, que he retomado la senda del deseo, que me he perdido en ella de nuevo y que me quiero condenar contigo. Plácida condena. Una condena contigo, solamente tú.

Que he recuperado mi sonrisa porque tú me contagias la tuya y me recuerdas todos los días que hay que reír más que llorar, que esta vida es un carnaval, que hay que vivir más que morir y que si se trata de morir tenemos que hacerlo yo por ti y tú por mí. Morir dentro de tu abrazo. Que vuelvo a soñar todas las noches mientras duermo en torno a tu ombligo y me despido de cada parte de tu cuerpo, navegando entre caricias y olas de placer de un inmenso y azulado mar que eres tú, transcurriendo noches de luz de luna y llenas de luceros blancos brillantes que tú me das. Noches en que me das las estrellas y en las que llego a tocar el cielo con mis manos temblorosas mientras me susurras al oído cualquier picardía, haciéndome surcar los océanos de tu voz, y llevamos las caricias y los besos más allá. Hasta donde no se puede más. Para que nunca nos dejemos de amar. Amarte a tí, solamente tú.

Qué cosa sentirte entre mis brazos y entregarme a ti sin cuartel y sin oponer resistencia hasta el amanecer. No poder parar, deseando volver a repasar la geografía -hace años estudiada- sobre el mapa de tu piel, con la única escala de mi deseo y del corazón que se me sale por la boca, buscando el tesoro, comprobando si las cordilleras del placer siguen en el mismo sitio, si los ríos del deseo nacen en el mismo lugar que yo aprendí y en cuántas provincias podemos dividirnos mientras jugueteo con tu ombligo. Qué bonito el azul con el que pintas mi cielo, el naranja del Sol, el turquesa del mar, el blanco de la cal, el verde de los árboles, el marrón de las hojas caídas del otoño y el arcoiris que sale después de la tormenta. Saber que ya no soy ese viejo perdedor y que ahora solo me resta ganarlo todo contigo. Solamente tú.



Todo esto es lo que me das solamente tú. Solamente tú. Antes tú, mientras tú, luego tú, cada tú, algo tú, todo tú, siempre tú. Solo tú. De todas las formas -despierta, dormida, alegre, cansada, entristecida, a mi lado, buena, mala, vestida, desnuda, abrazados, separados, sin miedo-, siempre tú y solamente tú.

NB: Para la elaboración de esta entrada, se han usado como fuentes inspiradoras dos canciones. La que puede escucharse en esta misma entrada y la pieza "Siempre tú" de Ana Belén -algunos fragmentos de ésta en el último párrafo de la misma-.

Me pones.

A pesar de tus rarezas, de tus idas y venidas, de tus secretismos, de tu hermetismo, de que no sé qué pasa por tu cabeza, de que no me cuentas más que lo que quieres reservando el resto para no se sabe quién, de que no entiendo muchas cosas de las que haces y de que no comprendo el resto.

A pesar de que hay días que me pones caras raras y otros que no me pones ninguna cara, de que no me dejas explorarte, de que eres insondable, de que a veces pienso que tus piernas me ponen en el camino del abismo, de que creo que amando morimos y de que de vez en cuando pienso que te gusta ponerme no a cien sino a sufrir.

A pesar de que siento que me pones en peligro, de que tengo que tenerte miedo, de que no eres de fiar, de que contigo tiemblo, de que eres profundamente ingrata.

A pesar de que me pones de los nervios, de que no sé qué ponerme y de que no sé qué llevas puesto cuando nos vemos.

A pesar de que me pones enfermo por tu falta de conciencia, porque siento que jugamos al ratón y al gato, porque tan pronto nos rozamos como nos alejamos y todo queda igual.

A pesar de que me pones del revés cuando compruebo que no somos más que un sueño imposible y que solo se hace realidad de noche, una quimera, un par de hojas caídas que bailan y vuelan irregularmente y a veces juntas al ritmo del viento del otoño.

Y a pesar de que me pongo peor cuando nos separamos y de que es entonces cuando no me importa nada, ni mi vida tan siquiera.



El caso sorprendente es que, a pesar de todo, me pones.

Sábado por la noche. Estoy sin ti. Me siento solo, como desamparado, perdido. Aunque eso es así, decido salir. Ando sin rumbo, exhalando bocanadas de vapor de aire por la boca y la nariz. Las manos enfundadas en los guantes y cubierto por mi abrigo largo de paño. No sé adónde ir, pero mis pies me dirigen al mismo sitio de siempre, tu favorito.

Tomo asiento. Estoy solo. Te extraño. Mi gesto, mi alma, mi semblante es como si estuvieran de luto, guardando tu ausencia, tristes. Mis manos vacías, mis pies cansados y todo mi ser alrededor de ti, en torno a ti, intentando imaginarte, dibujarte en las estrellas, tenerte en la distancia. Derrotado. Vacío. Hueco. Algo me falta. Me presento en el local que tanto te gusta quizá por eso, porque te gusta y porque es relajado y porque, bajo su luz anaranjada tan tenue y apagada, hemos tenido miles de conversaciones, cientos de miles de miradas furtivas o deseadas, otras tantas confesiones y, por supuesto, cientos de interminables besos.

Ahora que te has ido, necesito pensarte, imaginarte sentada a mi lado, en el sofá de aquel local. A las tantas de la madrugada. Derrotado. Me gustaría hablar contigo, decirte que te amo, que no puedo estar sin ti, que eres la noche y el día, el principio y el fin, mi mundo, el sol en torno al cual orbito, mi todo. Necesito oler tu colonia, dejarme guiar por ella hasta tí. Creo ver tu estela pero miro a un lado y a otro y no estás. Será que te llevo incorporada en mi boca, en mi olfato, en mis ojos, en todo mi ser y que te veo hasta donde no estás. Estoy sentado en el sofá que más te gusta. Solo hay parejas felices, amigos, grupos de gente charlando tan alegremente alrededor. Y yo sin tí, qué injusta es la vida, pienso. Ya no quiero más fines de semana sin ti, más ausencias, más soledades, más noches vacías.

Enfrente está ese órgano o piano pequeño, siempre cubierto por una sábana verde que no permite ver bien lo que es, que hay allí. Me imagino sentado en él, la copa medio vacía descansando encima del mismo, haciéndolo sonar, golpeándolo con fuerza interpretando la serenata más triste. La nostálgica y llorosa melodía de un sábado sin ti. Una noche de sábado de no importa qué mes. Al piano. Cantando mi historia, trovando tu amor, haciéndote presente a través del pentagrama en una atmósfera que aun toleraba el humo del tabaco. Bebiendo triste, cuerpo sudoroso, apestando a local cerrado y a pena inconmensurable, muerto de rabia contenida, con la barba de tres días, desaliñado, la corbata negra mal ajustada y la chaqueta manchada de no sé qué, golpeando el piano una y otra vez, gritando más que cantando. Hasta dolerme. Hasta emborracharme. No sabiendo lo que hago. Perdiendo el sentido común que siempre me acompaña porque sin ti nada tiene sentido, ni siquiera el sentido común. Sintiéndome un perdedor, cantando una y otra vez, sin reconocerme al no tener estos días a mi lado el reflejo perfecto que encuentro en ti, vencido por una mujer, vencido por ti. Sin que a nadie alrededor le importe lo que me pasa, lo que siento, por qué lloro y por qué canto tan triste. Sin que nadie se acerque a consolar esta soledad que me aprieta el alma, que me hiere, que me atosiga, que me mata el deseo, que me duele y que me lleva a perderme en el azul infinito de tu playa, en el marrón de tus ojos y en el recuerdo de lo que fue y de lo que seguirá siendo cuando vuelvas.


Te espero aferrado a este piano, interpretando nuestra eterna canción.

Yo no sé si alguna vez he contado mi primera experiencia en lo que a crematorios se refiere y cómo salí escandalizado de allí y rezando porque nunca diera con mis huesos en un sitio como aquel.

Pues bien, fue hace un año o cosa así. Un familiar de un amigo falleció y uno, que es muy cumplidor, no quiso dejar de acompañar a su amigo en aquel triste momento, recién salido como estaba yo de una experiencia similar. Las comparaciones son odiosas, dicen, pero resultaron inevitables por la cercanía de dicha situación y, sobre todo, por lo diferente que fue.

Debería anotar que soy una persona muy seria, poco práctico, un tanto flemático y amante del protocolo o, mejor dicho, del saber estar y saber actuar en cada momento con el debido respeto, rango y educación. Posiblemente sean tonterías a juicio de la inmensa mayoría de mis lectores pero, qué le vamos a hacer, cada uno está a sus tonterías e invierte su tiempo en lo que considera oportuno. Ande yo caliente y ríase la gente, que dice la jaculatoria.

En el tanatorio pude comprobar que lo que experimenté yo unos meses antes, se repetía exactamente igual en una ciudad distinta y con gente diferente. La gente va a semejante sitio a gritar, a molestar, a no respetar el duelo, a encontrarse con la familia, a tomarse un refresco con los compañeros del trabajo o los vecinos de la Comunidad y a molestar a la familia hablando gilipolleces y con su palabrería vacía y absurda. Son los hombres y mujeres que yo llamé del tiempo porque decían siempre lo mismo, cuales loros de repetición:

-"Ya verás como cuando pase el tiempo lo ves todo el otra manera"

O la otra versión:

-"El tiempo todo lo cura".

Y una mierda, pensaba yo muerto de la rabia. Pero mi flema y seriedad me impedían, con un cuerpo presente que me tocaba directamente por parentesco y al que adoré en vida, poneme irreverente y descortés y dar el cante.

El caso es que me fastidió que eso se tomase como algo folclórico, un mero acto social y un ir a echar la tarde al tanatorio, aprovechando el luctuoso hecho. Si usted no siente nada y le importa tres pepinos el difunto y solo va a charlar, es mejor que no vaya. Y ya charlaremos en el banco de la calle, que yo no me voy a enfadar si no viene usted por allí. Como digo, esa parte del ritual fue parecida en ambos casos.

Donde el ritual variaba fue, lógicamente, en la parte final. Mi familia tiene
otros "gustos" -dentro de que te vas a disgusto- para la eternidad y eso supone un ritual más largo, más tradicional pero, permítanme decir, más respetuoso, más humano, sin prisas, sin producción en cadena. A nosotros nadie nos metió prisa y preparamos una ceremonia en su parroquia de toda la vida muy humana, pensando siempre en lo que le habría gustado a nuestra difunta, con sus vecinos y amigos, donde todos leyeron lo que quisieron, donde hablaron cuantos así lo estimaron y tratando de convencernos de que ella no estaba en el arcón que teníamos enfrente sino con nosotros, sentada a nuestro lado, en cada banco, con cada amiga. Celebrar la vida en lugar de la muerte. Hubo de todos menos misa porque, además, por la semana en que cayó, no podía haberla. En fin, no sé si me explico.

El caso es que la familia de mi amigo optó por incinerar. Allá que nos fuimos, por la mañana muy temprano. Yo, en plan explorador, si se puede decir, a ver qué era eso. Creo que íbamos los primeros. Aquello era nuevo para mi, no había estado nunca en un ritual de esas características y salí indignado. Ya desde el tanatorio, los operarios del mismo metiendo prisa a la familia para que abandonaran la sala que, al parecer, andaban escasos de espacio y ésta tenía que estar lista en media hora para otra familia.

Llegamos al crematorio, un sitio que parece un capilla, pensé. Pero estaba cerrada. De no sé dónde salió una señorita vestida de gris para que la familia firme no sé qué papeles, cosa que en el otro ritual no existe. Bajan al difunto del coche, lo ponen en un carrito y lo meten a la capilla. Vuelven a cerrar la sala. Qué cojones se cocerá ahí dentro para que tengan que estar las puertas cerradas. No me gustan esos secretismos. A mí me gusta verlo todo, que no me separen ni un minuto, luz y taquígrafos, claridad meridiana y comprobar al final con mis propios ojos que todo ha quedado dispuesto como se quería, sellado, tapado y floreado. En este otro ritual todo eso no se puede hacer.

Abren la capilla. Entramos todos. No he visto cosa más simple y fría en mucho tiempo. Un Cristo colgado de las alturas, nunca mejor dicho, y una imagen mínima de la Virgen. A cada lado, cuatro bancos de madera y todo el mundo de pie en torno a la puerta. Al fondo, un cura en vaqueros. Muy postconciliar todo. A su izquierda una especie de hornacina vacía. A su derecha otra hornacina donde estaba el arcón. Empieza la ceremonia. El cura en vaqueros lee un par de lecturas del Nuevo Testamento, creo recordar, y hace una breve disertación acerca de la vida que sigue, el alma que trasciende y va a Dios y la esperanza en que tenemos todos que vivir de volver a ver a nuestros familiares y de que la muerte no es más que un paso, no es final. Eso decía. Todo eso para acabar afirmando solemnemente:

-"Bueno, esto se puede creer o no creer pero si se cree se vive mejor, con más esperanza, pero también es lícito vivir sin creerlo".

Tócate la seta. Para decir eso más vale que le preguntes a la familia si creen o no. Y si creen, adecúas tu discurso en términos religiosos. Y si no creen, cuentas un cuento y santas pascuas. No hace falta acabar diciendo esa majadería. Ya sabemos todos que eso se puede creer o no, no hace falta ser tan políticamente correcto que ya quedas mal.

Lo tétrico vino a continuación. De repente, el cura en vaqueros extiende el brazo sobre el altar detrás del cual se encontraba y pulsa un botón o interruptor. Fíjate qué modernas son estas cosas que nos van a poner un poco de música o una proyección de algo en la otra hornacina y hacia allí que miré. Cuando veo que, en la hornacina ocupada por el féretro, empieza a correrse una cortina verde que llegaría hasta el suelo. Antes de que llegase al final del recorrido, vemos que el suelo empieza a moverse y el arcón comienza a bajar a no se sabe dónde. Ni a Dios, pensaba yo, en su infinito poder se le habría ocurrido mejor puesta en escena. A todo esto, el cura en vaqueros nos avisa que la ceremonia ha acabado -es tan moderna, que nadie se enteró de que había llegado a su fin- y que el familiar saldrá por la puerta de atrás siete horas después metido en una jarrita con su nombre en una plaquita.

Empezamos a salir de la capilla y, antes de que mi amigo y yo saliésemos, ya estaban introduciendo en la hornacina al siguiente difunto y los operarios empujándonos porque tenían que volver a cerrar la puerta ya que, al parecer, es todo un secreto lo que se cuece detrás de la puñetera cortina verde, que nadie lo puede ver. Cuando ya estábamos en la calle, llegaba el siguiente coche. Producción en cadena, que yo lo llamo.

Y, mientras la familia se abrazaba y recibía nuestros besos y abrazos, cometo el error de mirar al cielo. No buscaba nada, también podía haber mirado a la derecha o al suelo. Pero maldita la hora en que miré hacia arriba porque tuve tanto tino que mis ojos se fijaron en una chimenea que sobresalía por detrás de la capilla y de la que empezaba a salir un humo blanco. Fumata blanca, la mejor metáfora de la asunción de los muertos a los Cielos. Podían esperarse a que la familia se fuese, pensé, y a mi solo me entraron ganas de largarme y de llegar a casa para pedirle a los míos que, por favor, si me voy antes que ellos, que hagan lo que quieran conmigo menos eso.

Te vas.

Ya sé, un viaje de una semana. Enseguida vuelves. No hace falta que me lo recuerdes pues no me hago a la idea. Pero si siete días son nada y menos, me dices. Ay, si supieras lo que suponen para mi siete días sin tus labios, sin tus caricias por mi espalda, sin la curva de tu rabadilla, sin pasión, sin tus pantalones chinos decorando el suelo de mi habitación, sin el calor de tu cuerpo y sin el que desprende el mío cuando nos tenemos, cuando estamos, cuando vivimos.

Siete días con tu silla vacía, donde mi sofá parece un desierto inmenso, mi casa un espacio lúgubre y vacío que no hay forma de llenar y en el que el silencio de nuestras conversaciones me vigila y me mata y mi cama un prado arrasado por la sequía, agostado, muerto, sin vida.
La sequía de nuestros besos, de nuestras humedades, del sudor. Siete días donde me encontraré perdido, sin rumbo, sin norte y donde cada minuto no podrá pasar sin dolerme por no oírte, por no verte y por no vivirlos contigo. Porque mi camino empieza y termina en tu espalda, en tus pantalones, en tus manos, en tí. Y donde el viento que sopla solo me huele a tu colonia. Siete días que no acabarán arrancándonos la ropa a mordiscos, siete días de tregua forzada para mis labios sedientos de tu boca y de tus rincones, siete días sin sentir que tan pronto subimos al Cielo como bajamos al inframundo en el que ya estamos condenados porque mi carne es débil y la tuya el mayor pecado para mí, siete días sin sentir que solo nosotros dos habitamos el mundo, que no existen las horas, que no hay prisa, que somos dos juguetes en manos de dos personas enajenadas, sin juicio, sin cabeza, inconscientes. Porque el juicio me lo robaste cuando te ví, te lo llevaste con el rebufo de la estela que dejaste al pasar. Siete días donde lo mismo da abajo que arriba, que sometido que sometedor y donde no nos importa saber que esta lujuria nos lleva por el peor camino, camino del que no queremos desviarnos o hacer alguna parada para distraernos con otros menesteres, con otra gente, con otras cosas.

Tres días donde lo único que me queda son los restos de los besos que tatúas en mi piel y el resguardo de los sueños que, sin necesidad de estar dormido, tengo contigo haciéndonos mil travesuras, devorándonos o simplemente viviendo cada día con sus anécdotas y peripecias.



Si tú hubieses sido consciente de lo que de verdad van a ser estos siete eternos días, no te habrías ido. Que no te extrañe que esta tarde vaya a la Guardia Civil para ponerte una orden de acercamiento.

Descuiden, que no les voy a martirizar con mi extensa carta a los Reyes Magos, ni con mi relación de propósitos para el nuevo año, ni con una sucesión de buenos, permanentes, repetitivos, bonitos y vacíos deseos que quiero que me traigan o cumplan para este año. Y que, pese a pedirlos una y otra vez, nunca se cumplen. Hace tiempo que perdí la inocencia, por desgracia, y ya no estoy para hacer grandilocuentes peticiones a SS. MM. de Oriente tal y como está el patio y después de tantas cosas vistas, vividas y oídas. Sería absurdo y una pérdida de tiempo.

Pero es imposible no contagiarse de la inocencia de los chiquillos y, sobre todo, no conmoverse ante esas ganas locas de que llegue el Día de Reyes y puedan ver si éstos les han traído lo que deseaban. Es, quizá, una de las mejores cosas de la Navidad: la ilusión de los niños y el recuerdo que eso nos trae inevitablemente.

Y yo, qué le vamos a hacer, también estoy ilusionado. Y me gustaría, si me permiten, pedirle a los Reyes Magos que durante 2011 pueda atar mi lujuria a la pata de tu cama para devorarte cada vez que nos dejemos llevar por nuestras ganas, que pueda seguir llenando mi tiempo de ti, que pueda seguir perdiendo mis manos en la curva de tu rabadilla, seguir descubriendo lo que de salvaje encierras y seguir mojando con nuestro sudor tus sábanas. Y que tú sigas dibujando mi cuerpo en cada rincón de la habitación sin que te sobre un pedazo de mi piel, que mi boca sepa a ti y mi cuerpo huela a ti. Que nunca te tenga que reclamar, ni llamarte en silencio, ni llorarte en medio de la oscuridad, ni buscarte por no sé dónde. Que nunca te conviertas en una sombra de lo que fue, en un vano recuerdo, en una nostalgia, en un dolor. Que nunca te tenga que llamar, sino que vengas tú sola. Y hacerlo otra vez. Y no cansarnos. Y que estos momentos de loco placer, estas ansias sin freno, esta lujuria desbocada, esta pasión enloquecida, este carrusel de locura a fin de cuentas, no acaben nunca.Y las sábanas de fieles testigos mudos de nuestras largas noches y abrigo de nuestra locura abrasadora. Como la noche de ayer.



A los Reyes les pido, pues, otras muchas noches iguales.

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