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Últimamente están ocurriendo ciertos hechos que deberían dejarnos atónitos y es, de hecho, motivo de preocupación que no nos dejen en ese estado de perplejidad absoluta. Pero parece que la sociedad en su conjunto anda -andamos- anestesiados y a ninguno de esos hechos se reacciona con la mínima seriedad o gravedad que cada uno requeriría. Lo que se deduce de tales hechos y manifestaciones, ejecutados o pronunciadas por personas eminentes de nuestro país o incluso por representantes políticos, es que parece que estamos transitando desde una sociedad civil al uso a una sociedad puramente mercantil. Es decir, de una sociedad que comparte derechos políticos a otra que es vista como simple objeto de negocio.


Una sociedad civil es, como sabemos, un grupo de personas pertenecientes a una misma comunidad política que se reconocen a sí mismos como ciudadanos y que aspiran a influir en la marcha de los asuntos públicos políticos, económicos, sociales, culturales, etc. Es decir, una sociedad que ejerce unos derechos y deberes reconocidos en constituciones, que reclama una participación que vaya más allá de introducir dos papeletas en sendas urnas cada cuatro años y que aspira a convertirse en uno de los entes del llamado nuevo orden internacional al que se supone nos dirigimos.


Ante ello, como digo, parece que hemos cambiado el paso y ahora avanzamos con paso firme e irreflexivamente hacia una sociedad mercantil. Ya sé que una sociedad de tal naturaleza vendría a ser una agrupación con ánimo de lucro, formada por socios que ponen en común sus bienes e industrias y que busca la realización de un negocio y comerciar con su producto. Pero permítaseme utilizar dicho término para referirme a un tipo de sociedad donde los derechos y deberes pasan a un segundo plano y lo que de verdad importa es aspectos tales como la generación de empleo, la marcha de la economía, las perspectivas de crecimiento, la tasa de paro, etc., y todo lo que se puede hacer para mejorar las cifras actuales en dichos ámbitos sometiendo así a la sociedad a una insoportable mercantilización. Podría decirse que, de tal modo, la economía somete a la política en este segundo caso y hace que todo quede supeditado a ella.


Voy a referirme a tres ejemplos que creo ilustran a la perfección esta deriva en pro de la mercantilización de la sociedad civil.


No hace mucho tiempo, supimos que Madrid se presentaba como candidata a albergar los Juegos Olímpicos de 2020. Desde entonces las referencias a la "marca Madrid" han sido recurrentes y continuas, como si no viviésemos en una simple ciudad sino como si los ciudadanos, instituciones y demás entes de la misma tuviéramos que dedicarnos a velar por la potenciación de una marca comercial que, en este caso, es la marca de la ciudad en la que vivimos. Ya no se habla de la Villa de Madrid sino de la "marca Madrid" y todo se valora desde la óptica de si esto o aquello afecta para bien o para mal en el objetivo final que es el de la consecución, a la tercera, de los Juegos Olímpicos.


En el Gobierno de la Nación tenemos a un ministro de Asuntos Exteriores, el sr. García-Margallo y Marfil, que desde el principio nos bombardeó con la idea de la "marca España" y, no por nada, se ha reunido con empresarios del exterior para dar empuje a dicha idea, para mejorar nuestra imagen exterior. Seguro que recuerdan el escándalo, muy cañí por cierto, que montaron algunas autoridades españolas al saber de las burlas de que en un programa de la televisión francesa había sido objeto el entonces recientemente condenado por dopaje, Alberto Contador. Aquello desembocó en un contencioso diplomático y pudo observarse cómo parecía que la "marca España" se resentía ante esos inaceptables ataques cometidos contra un deportista, a la sazón, "embajador" de la imagen y de la "marca España" por todo el mundo gracias a sus éxitos sobre la bicicleta. Lo mismo habría ocurrido, estoy seguro, si se hubiese tratado de un atleta, un futbolista o un nadador. Ya no vivimos en un país, vivimos en una marca y, como tal, hay que potenciarla para que rinda sus frutos de la mano de los empresarios más relevantes del país.


Parece innegable que el lenguaje de los negocios, en detrimento del lenguaje político, ha inundado nuestra cotidianeidad. Y esa inundación no es inocente porque, como sabemos, el uso del lenguaje en ningún caso es tal cosa. Es algo sobre lo que reflexionaba hace unos días Rafael Argullol en una tribuna en El País.


Pero hay tres asuntos más que, a modo de ejemplos, reflejan hasta qué punto nuestras autoridades políticas nos ven como mero negocio. Estamos asistiendo estos días al ridículo enfrentamiento entre Madrid y Barcelona por ser la sede del futuro Eurovegas y para que los ciudadanos acepten ese establecimiento, aparte de decirnos que será un complejo fascinante y que no hará falta ir a la lejana Las Vegas para casarnos, se nos dice que creará cientos de miles de puestos de trabajo. Poco se dice, sin embargo, de la biografía del sr. Sheldon Adelson, de sus problemas con la justicia estadounidense y de las exigencias que ha planteado a nuestros gobiernos para poder realizar su proyecto: modificación de leyes (Tabaco, Trabajo, Extranjería, de Enjuiciamiento Civil, etc.), exenciones tributarias, relajar convenios colectivos, conexiones con infraestructuras, etc., creando en definitiva un estado dentro del Estado. Tampoco hay que ser una mente espectacularmente despierta para hacerse una idea de que el proyecto atraerá mafias como si no tuviéramos bastante con las que reinan en Levante y en la costa andaluza y podría convertirse en un foco de corrupción, blanqueo de capitales, circulación de droga o prostitución. Y lo sorprendente es que esas exigencias no hayan causado tal bochorno a los presidentes de Madrid y de Cataluña como para pegarle un portazo en las narices al tal Sheldon Adelson y mandarle a paseo lejos de aquí. Éstos olvidan que son representantes políticos democráticos y se lanzan a la demagogia de las ventajas sin cuento que en todos los ámbitos va a traer la ubicación del complejo de hoteles y casinos en su comunidad autónoma respectiva y se comportan como serviles ante la presencia del magnate. Para que luego sean ellos mismos los que nos dicen que la mejor forma de creación de empleo y de crecimiento de un país es la inversión en I+D, la investigación y demás lugares comunes y tópicos que repiten a diestra y siniestra.


Recordarán también que la ubicación del ATC, el almacén de residuos nucleares, en Villar de Cañas no se ha visto acompañada de espectaculares muestras de resistencia popular. La simple apelación a la pertinaz crisis económica que estamos padeciendo, al número de trabajos que va a crear y a la lluvia de millones de euros que traerá cada año al pueblo y las perspectivas de crecimiento para la comarca han sido más que suficientes para no ya aceptar el proyecto, sino desearlo ardientemente como agua de mayo.


Y, finalmente, todos hemos escuchado a algún representante de la CEOE, del Partido Popular o del Gobierno de la Nación, especialmente la ministra de Empleo y Seguridad Social, sra. Báñez García, decir que la huelga general, convocada para el 29 del corriente, no tiene sentido porque no creará ningún puesto de trabajo y es lo que peor le viene al país. Ya lo sabemos. Es una perogrullada. Nadie ha dicho lo contrario. Hasta donde yo sé, nadie conoce que entre los efectos de la huelga general se encuentre el de la creación de empleo -¡qué fácil sería resolver el problema del paro, entonces!- y hay un gran debate acerca de los efectos de las huelgas generales (véase artículo de Carlos Mulas Granados en Economía para el 99%). Pero, he aquí el quid de la cuestión, se trata de un derecho ciudadano que puede ejercerse sin más limitaciones que las que contempla el Real Decreto-Ley 17/1977 y aun así, al socaire de esas sesudas críticas, parece que se quiere limitar. Se pretende desactivar la huelga para no provocar un mayor descalabro al país y detrás de todo ello se encuentra la criminalización de quien sí secunde la huelga debido a su comportamiento antipatriótico e irresponsable ante las insostenibles cifras económicas que presenta nuestro país.


Pues bien, la economía, su lenguaje y sus cifras lo inundan todo. Parece evidente que estamos sometidos al imperio de la economía y, desde mi humilde punto de vista, ello puede ser peligroso en lo que se refiere al ejercicio de los derechos y libertades fundamentales, a la participación ciudadana en los asuntos públicos y, en definitiva, en la calidad de la propia democracia. Puede ser que, en este contexto de tanta tribulación y sufrimiento general en España, haya llegado el momento de recuperar la cordura y de volver a llamar a las cosas por su nombre.

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