
Cementerio de San Antonio Abad (Cartagena).
Lo primero que hice fue ir a verla. No la ví porque es de todo punto imposible, qué más quisiera yo, pero sí que estuve cerca de ella, quizá un poco más cerca y presente de lo que la suelo tener todos los días. Hasta que no llegué al cementerio de San Antón, uno de los varios que tiene Cartagena a su alrededor, no caí en la cuenta de que se trataba del fin de semana en que se celebraba la festividad de los Fieles Difuntos. Todo estaba precioso, flores por todas partes y una marea emocionante de gente que no cesaba.
Me arremangué y escoba y jabón en mano me puse a limpiar la sepultura hasta dejarla blanca reluciente. Después, le puse dos ramos en el florero. Y, cuando acabé, me quedé un rato allí. No estaba haciendo nada pero tampoco me apetecía irme. De hecho, me costó arrancar. Sentía una paz inmensa y estaba muy emocionado. Pensaba que la vida es injusta. Vivimos muy pocos años pero después, al morir, nos pasamos décadas y décadas, siglo tras siglo, debajo de una losa de mármol. Y, conforme se van muriendo los descendientes, ya nadie sabe acerca de los que allí reposan, dónde vivieron, cuántos hijos tuvieron, etc., pues pocos son los que acostumbran a dejar escritas sus memorias y autobiografías. La memoria de sus días, por tanto, está condenada a desaparecer. De hecho, según llegaba al lugar donde se encuentra nuestra sepultura, pude ver la gran cantidad de tumbas abandonadas, algunas incluso sin losa de cubrición y otras en muy mal estado, denunciando que sus familiares se han olvidado de los que allí dejaron hace muchísimos años.
Una vez hube limpiado todo, me senté en la sepultura de enfrente, cuyos familiares no habían ido aun a arreglar para la ocasión. De repente, me acordé del famoso texto de San Agustín y casi lo pude recitar de memoria. En ese momento, vivir para morir años después me pareció una idiotez y me dio por pensar que quizá el santo tuviese razón y yo, cuando me toque, pueda dejar de sufrir pensando que no voy a ver más a mi abuela. Quizá entonces la vea resplandeciente, dominando el horizonte, capaz de transitar senderos y calles sin ser vista, contemplando la luz y la inmensidad, sin dolores y sin sufrimientos terrenales, vestida de blanco celestial.
La quise, pensaba yo, con locura. Nadie en la familia la quiso y se desvelaba por ella como yo, eso seguro. Y, se me antojaba a mí, de eso no quedó nada. Me duele no poder verla más, no poder saber de ella, no escuchar su voz, no poder entrar en su casa, no escuchar sus consejos y sus memorias o tener que conformarme con solo limpiarle la sepultura de seis en seis meses. ¡Con lo que nosotros fuimos hace año y medio! Habrá que tener esperanza y quizá, como dejó escrito el sabio de Hipona, cuando la muerte venga a romper la ligaduras, como ha roto las que a mí me encadenaban, y cuando un día que Dios ha fijado y conoce, tu alma venga a este Cielo en que te ha precedido la mía, ese día volverás a ver a aquella que te amaba y que siempre te ama, y encontrarás su corazón con todas sus ternuras purificadas.
Volverás a verme, pero transfigurado, en éxtasis y feliz, ya no esperando la muerte sino avanzando conmigo, que te llevaré de la mano por los senderos nuevos de la luz y de la vida, bebiendo con embriaguez de un néctar del cual nadie se saciará jamás. Enjuga tu llanto y no llores si me amas.
Ojalá sea así y esta separación solo sea temporal.
PD: ya estoy de vuelta. Me alegro de veros por aquí de nuevo. Un abrazo para todos.