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Y bien, las canciones elegidas han sido las siguientes. Aprovecho para ponerlas confiando en que alguna -o todas- les gusten, mis queridos seguidores.

-"Al respirar" (Vetusta Morla).




-"Creep" (Radiohead).



-"Boys don't cry" (The Cure).



-"One more time" (Daft Punk).



-"Crazy" (Gnarls Barkley).



-"No puedo vivir sin ti" (Coque Malla).



Hay una más de las que se me piden. Pero es que yo soy como soy, siempre doy una más. Y así me h ido de bien. Pero eso es otra cuestión. Espero que les gusten estas piezas musicales.

NOTA: En caso de que no haya leído la entrada anterior, debería hacerlo para entender bien ésta y el por qué de las canciones. No obstante, haga usted lo que quiera. Saludos.

Tu imagen me turba, especialmente en las noches de insomnio. En medio de la oscuridad y casi sin poder contenerlo, mi mente piensa, diseña o imagina las mil travesuras, las más de cien perfidias y los pecados sin cuento que estaría dispuesto a realizar con, sobre y en tu cuerpo y a lo largo de cada centímetro de tu piel.

Te lo haría -el amor- una y mil veces; hasta quedarme sin fuerzas para seguir haciéndotelo. Te lo haría sin darte tregua, incansablemente. Sería, me da igual, en la cama, sobre la mesa del comedor, en el sofá, sobre la arena de la playa en una cala escondida o dentro del agua del mar. El caso es verte, sentirte y oirte gemir, derretida de placer; recorrer las humedades de tu cuerpo y ver cómo te estremeces y cada vez me pides más.

Me imagino esos besos largos e intensos que nos irían encendiendo para no poder apagarnos ya. Poco a poco, sin prisas y como un juego, te desabrocharía la ropa e iría explorando tu cuerpo para acabar quitándotela y admirando lo que escondes debajo de ella. Te acariciaría, perdería mis manos entre tu pelo, te seguiría besando para, a continuación, besar, lamer y saborear otros rincones de tu cuerpo. Esos pechos, con la medida perfecta, serían mi juguete preferido. Mi lengua seguiría bajando hasta llegar a ese lugar que más me enardece y, al mismo tiempo que mis dedos, los entretendría en él y en tus muslos. No hay prisa, parece que el tiempo no corre, que tengo toda la noche para poseerte, para disfrutarte, para ansiarte, para que no se acabe nunca.

Y, solo a partir del momento en que me lo pidieras, pues este juego consiste en ser esclavo tuyo y de tus deseos, nos cabalgaríamos en todas las posturas que fuéramos capaces de imaginar. Sería un deseo irrefrenable. Nos fundiríamos en nuestro sudor, no pararíamos de besarnos y de recorrer nuestros cuerpos con nuestras manos. Nuestro aliento y nuestros suspiros de placer se cruzarían, la respiración se nos haría cada vez más entrecortada y agitada, nos diríamos algo -cualquier cosa- para, sin perder el ritmo, seguir gozando, seguir haciéndonos el amor.

Y, al final, en los últimos bandazos casi descontrolados, nos retorceríamos de placer sin importarme volver a empezar.

Y así una noche, y otra, y otra, y otra. Pero, ¿quién eres?

Ayer, en Terra, leí una noticia que me dejó pensando largo rato. Y, por eso mismo, paso a comentarla con ustedes, a ver qué les parece.


Resulta que, según las investigaciones de un tal Peter Kelly, un profesor inglés, Facebook y otras redes sociales por el estilo son el principal motivo de que muchos/as ciudadanos/as de localidades inglesas como Sunderland, Durham y Teeside padezcan sífilis. El fulano arriba citado ha concluido que la sífilis está aumentando entre la población británica, especialmente en mujeres, gracias al uso de dichas redes sociales. Como lo leen.


Como usuario que soy de una de tales redes y teniendo en cuenta que ni por esas me como un rosco en Pascua Florida, me picó la curiosidad y quise saber el por qué de tal fenómeno. Y resulta que, claro, hay quienes usan esos soportes para concertar citas y encuentros. Y cuando se encuentran, encienden la mecha de la pasión y lo hacen sin protección alguna; que, aunque parezca increíble, hay imbéciles e imbécilas que aun hacen ese tipo de estupideces -lo de no protegerse, digo- y no se privan de infectar o de dejarse infectar. Pues bueno.



Y entonces me he puesto a revisar la lista de amigos que tengo en mi red social. Quitemos a los de sexo masculino -que no me interesan para tener con ellos encuentros de esta naturaleza-; y hagamos lo mismo con familiares y con personas que me superan en edad notoriamente y que no me atraen para estos menesteres. Resulta que me quedan veinticinco chicas. De esas veinticinco, la mitad pasan olímpicamente, no se conectan nunca, por lo que es imposible que se enteren de que les propongo una cita. Luego están aquellas con las que ni lo intentaría, Cabbage Queen incluida, porque ni me apetece; antes me pondría a hacer bolillo. Me quedan ocho y me hago un bizcocho. Esas serían mis posibilidades, bastante atractivas porque donde pongo el ojo, pongo la flecha y en todo lo que me fijo es de gran calidad, exquisiteces para los sentidos, divinidades caídas del Cielo.

Pero sigo y seguiré opinando que el sexo es como el mus: o tienes una buena pareja o una buena mano, pero de poco sirve intercambiar fluidos por gusto de intercambiarlos; que hay cosas que además no es aconsejable hacerlas con amigos/as, ni mucho menos con sifilíticos furtivos.

Claro que también podemos echar mano de algún calabacín que tengamos en la despensa para satisfacer nuestros instintos primarios o, en su caso, suicidarnos analmente. Eso es lo que hizo un tío de Hong Kong la otra tarde, según la misma fuente. Lo descubrió su hija con un calabacín en el pompi, caído en un charco de sangre provocado por el fuerte desgarro que le produjo. Menudo tenía que ser el calabacín, el Premio al Calabacín del Año de Valdemorillo del Moncayo. Dijo, después de la operación a la que fue sometido, que se trataba de un ritual ancestral para quitarse la vida. Ahora empiezo a entender que el hecho de que algunas personas gusten de dar por culo sin parar se deba a un ritual ancestral, o sea, que de casta le viene al galgo.

En cualquier caso, a las reflexiones de Peter Kelly habría que añadir otro motivo que explicaría los niveles de sífilis entre la población española concretamente, en caso de que se pusiera a investigar el asunto: los acuerdos que Zapatero va firmando por ahí para follar.




Así, con tanto Internet, a cualquiera no se le pega nada. Es que lo ponen a huevo. Maldito progreso.


http://noticias.terra.es/2010/genteycultura/0324/actualidad/facebook-sifilis-encuentros-contactos-enfermedades-venereas-ets-relaciones-sexo.aspx


http://noticias.terra.es/2010/sucesos/0325/actualidad/suicidio-ano-calabacin-rito-hong-kong.aspx

Estas dos semanas me han servido, de entre la poca productividad que han tenido, para darme cuenta de que una de las profesiones más arriesgadas es la de profesor/a de Autoescuela.

La verdad es que yo mismo me sorprendí ya el primer día de clases prácticas siendo capaz de mover el coche para delante y para atrás y ponerlo a 65 kms. por hora -motivo suficiente para suspender el examen- por Doctor Esquerdo. Bien es cierto que desde niño me encantaban los coches y, de hecho, me sabía todas las marcas. Era ver uno y yo podía recitar la marca y el modelo. Y, por ejemplo, mi abuela se lo pasaba pipa llevándome por las calles de Cartagena y demostrándole a las amigas con las que se encontraba lo que el mocoso de su nieto era capaz de aprenderse. Siempre quise conducir y mi padre me enseñó con el Seat Málaga, el primero de los coches que ha tenido. Sin embargo, hasta que no cumplí los 25 años no me ha dado por matricularme en la Autoescuela, adelantándome en ello mi hermana que ya conduce y que tiene cinco años menos que un servidor.

Cosa diferente es ya lo de mirar por los espejos retrovisores o atender a los carteles de la carretera. Lo primero ya lo voy haciendo, pero lo segundo se me resiste aun. Y gracias a que mi profesora me va indicando que, si no, ahora estaría escribiendo desde Polonia, pues yo tiro todo para adelante como los de Alicante y ando yo caliente y ríase la gente; me importa un comino lo que ponga en los carteles, los límites de velocidad y las flechas.

Pero el caso es que un día nos llevó a dos alumnos a la vez. Primero conduje yo; luego, ella. Yo no me creo Fitipaldi pero enseguida le cojí la distancia al embrague y frenaba sin brusquedades, así como metía marchas y reducía sin problema. La chica, miedosa como la que más, me las hizo pasar canutas. Frenazos, volantazos, deslizamientos sin fin del coche hacia atrás en cuestas, quedarnos parados en carriles de aceleración o, incluso, pasar de cuarta a primera por confusión y sufrir el bandazo del freno motor en plena Avenida de los Hermanos García Noblejas. No quiero reírme de ella pero la experiencia me sirvió para darme cuenta de que enseñar a conducir es una profesión de alto riesgo. Mi profesora me ha comentado que ya ha tenido varios toques con otros coches, que todos nos saltamos semáforos en rojo y cometemos otras imprudencias e infracciones continuamente. Y lo hacemos con ella dentro.

Yo llegué a pasar miedo cuando mi compañera llevó el coche. Y no me quise ni imaginar lo que pasará mi profesora dando clases, subida al coche, hasta las 22.00 horas de la noche. Tiene que estar en estado de nervios continuamente, el banco no le prestará dinero por lo que le pudiera pasar, su madre velará y solo descansará cuando oiga la llave introduciéndose en la cerradura de la puerta de casa y no hablemos del novio. No ganará la pobre para Transilium. Eso sí, es una tía cojonuda. Me encanta. Lo explica todo estupendo y si cometemos algún error, carraspea para que pensemos en lo que puede ser. Además, es una cachonda, se ríe de nuestros errores, se lo pasa en grande y nos lo hace pasar a nosotros. Estoy muy contento pero, como soy así de especial, ya me da pena verme aprobado y no volver a saber más de ella.

Tengo la seguridad de que, si hubiese tenido la oportunidad de hablarme antes de partir, mi abuela me habría dicho algo parecido a lo que viene a decir el texto anónimo que, más abajo, acompaña a esta entrada. Lo sé porque cuando surgía la conversación, si bien fue en ocasiones contadas, acostumbraba a ponerse muy seria y siempre, siempre, siempre, me decía que lo último que yo tenía que hacer era ponerme triste o llorar por ella. Si bien tampoco me iba a alegrar, al menos debía tener la tranquilidad y la confianza de que ella pasaba a estar donde le correspondía después de haber vivido su vida. Me decía que, a pesar del momento, tenía que intentar alegrarme porque nuestros caminos se hubiesen cruzado y porque habíamos aprendido y compartido muchas cosas juntos.

Me aconsejaba también que no dejase de vivir mi vida, que no me paralizase, ni me deprimiese, que no enfermase, ni que dejase de hacer lo que tuviese que hacer en cada momento después de su partida. Me pedía que no me preocupase por ella porque allá donde algún día se tendría que ir, no iba a estar sola, ni por supuesto me iba a dejar solo a mí. Ella sería, desde entonces, como un ángel de la guarda. Siempre me acompañaría hasta el final de mis días y, en cualquier momento que guardase silencio, podría incluso escuchar sus susurros en mi corazón y, de este modo, hablar con ella cuantas veces quisiera.

Y todo ello sería así porque, cuando se fuese de mi lado, ella iba a estar más viva que nunca, más resplandeciente que nunca. Que confiara y que me armara de una esperanza gozosa porque en la muerte no estaba su final. No había final, solo la continuación de una vida más plena, más feliz, sin dolores, sin ataduras físicas y sin dependencias materiales. Una continuación transformada, pero continuación a fin de cuentas. Que no la buscase en cementerios, ni en esquelas, ni debajo de sepulturas, ni a través de oraciones lúgubres, sino en el mundo de los que viven. Que ella se iba para vivir, para hacerlo llena de vida y de luz. A esperarnos allá, con todos los demás, para después no separarnos nunca más.

Y yo, débil como soy, no la hice mucho caso. Y se lo sigo sin hacer porque, de hecho, habiendo pasado ya dos años, me sigo emocionando al recordar cualquier cosa relacionada con ella y no hay una de estas entradas o una conversación con alguien que no se vea acompañada de alguna que otra lágrima o de mi voz que se va entrecortando y ahogando poco a poco. En estas situaciones, parece como si ella misma se acercase a mí y me susurrase al oído lo que hasta aquí he escrito o lo que viene a continuación:

"Si me voy antes que tú, no llores por mi ausencia, alégrate por todo lo que hemos amado juntos. No me busques entre los muertos, en donde nunca estuvimos; encuéntrame en todas aquellas cosas que no habrían existido si tú y yo no nos hubiésemos conocido.

Yo estaré a tu lado, sin duda alguna, en todo lo que hayamos creado juntos. En nuestros hijos, por supuesto, pero también en el sudor compartido tanto en el trabajo como en el placer y en las lágrimas que intercambiamos. Y en todos aquellos que pasaron por nuestro lado y que irremediablemente recibieron algo de nosotros y que llevan incorporado -sin ellos ni nosotros notarlo- algo de ti y algo de mí.

También nuestros fracasos, nuestra indolencia y nuestros pecados que serán testigos permanentes de que estuvimos vivos y no fuimos ángeles, sino humanos.

No te ates a los recuerdos ni a los objetos porque donde quiera que mires que hayamos estado, con quien quiera que hables que nos conociese, allá habrá algo mío. Aquello sería distinto, pero indudablemente distinto, si no hubiésemos aceptado vivir juntos nuestro amor durante tantos años; el mundo estará ya salpicado de nosotros.

No llores mi ausencia porque solo te faltaría mi palabra nueva y mi calor de ese momento. Llora, si quieres, porque el cuerpo se llena de lágrimas ante todo aquello que es más grande que él, que no es capaz de comprender, pero que entiende como algo grandioso porque cuando la lengua no es capaz de expresar una emoción, ya solo pueden hablar los ojos.

Y vive. Vive creando cada día y más que antes. Porque yo no sé cómo pero estoy seguro de que desde mi otra presencia yo también estaré creando junto a ti; y será precisamente en este acto de traer algo que no estaba donde nos habremos encontrado. Sin entenderlo muy bien pero así, como los granos de trigo que no entienden que su compañero muerto en el campo ha dado vida a muchos nuevos compañeros.

Así, con esta esperanza, deberás continuar dejando tu huella para que, cuando tu muerte nos vuelva a dar la misma voz, cuando nuestro próximo abrazo nos incorpore ya sin ruptura a la única creación, muchos puedan decir de nosotros: si no nos hubiésemos amado, el mundo estaría más triste".

Anónimo.

PD: Son las 16:30 horas de la tarde de dos años después. A esta hora, cuando comenzaba a llover fuertemente sobre Cartagena, habiéndose puesto el cielo muy oscuro y siendo casualmente Jueves Santo, se me marchó, apoyada sobre mi brazo que la mantenía incorporada para que pudiera respirar mejor, con mis labios besando una de sus mejillas y mis lágrimas fundiéndose en ella.

TODOS LOS DÍAS

Todos los días
llama a mi puerta el desconsuelo.
Estoy vacía y su eco resuena
por todos los rincones de mi vida.

Se estremece mi sangre,
que es un hilo de hielo,
al faltarme el calor de tu presencia.

No comprendo el idioma del paisaje;
¿Qué quiere decir sol?,
¿cielo azul?,
¿aire?

No comprendo mi ritmo,
ni mi esencia,
ni por qué sigo andando,
respirando,
contemplando a la gente,
a los perros que pasan,
a los pájaros
que mi balcón visitan diariamente.
Ni por qué la mirada,
mis ojos,
abarcan el entorno que me envuelve.

Ya no comprendo nada.
El mundo se me ha vuelto
un compañero extraño
que camina a mi lado
y no conozco.

¿Qué quiere decir vida?
Ya no encuentro
aquel sabor que un tiempo me dejara.
Las palmas de mis manos
se cierran sin calor, desconsoladas.

Que eran tuyos tu casa y tu paisaje,
que está en ellos la huella de tus pasos,
el hueco de tu cuerpo.
Y está la casa llena
de tu recuerdo.

Josefina de la Torre.

PD: Este poema me lo dio a conocer mi amiga Leo. Está escrito, como ven, por Josefina de la Torre, una poetisa grancanaria bastante desconocida de la famosa Generación del 27. Me gustó mucho y estos días andan resonando en mi interior sus versos.

Y lo publico porque expresa lo que siento. Esto que siento a nadie le parece bien y, por tanto, a nadie se lo digo; me lo callo. Esa fue una de las lecciones que aprendí después del fallecimiento de mi abuela: que la gente, en general, no quiere oír hablar de dolores, de sentimientos, de muertes, ni de amarguras. Que todo me lo tenía que comer yo solito en lo que a ese tema se refería. Había quien se enfadaba cuando a veces me hacía las mismas preguntas que se hace la poetisa. Se enojaban y, con muchas leyes, me aconsejaban "hay que mirar adelante", "hay que vivir por los que quedan con nosotros", "hay que hacerlo aunque solo sea por ellos", "no se puede vivir del recuerdo" y demás sandeces. Y no se dan cuenta de que debajo de todo ello se esconde lo inevitable: una profunda amargura, úlcera me gusta llamarla a mí, que nunca se cerrará porque hay cosas imborrables, gente insustituible y amores que no se pueden olvidar. Y la vida, entre otras cosas, es eso, aprender a vivir con muchas ausencias y tratando de encontrar sentido a lo que a priori no lo tiene. Ya podemos poner todos los parches que queramos y adoptar la mejor de las aparentes sonrisas que todos los días, a unos más y a otros menos, nos asaltará la pena de no poder revivir lo que no hace mucho nos hacía felices, nos daba calor y nos consolaba.

Todos los días.

Ya hace casi dos años que se fue, que me dejó vacío, con la sensación de que se había derrumbado de repente uno de los pilares maestros de mi vida; uno de esos que sujetaban hasta entonces mi existencia diaria, mi razón de vivir, mi por qué estar en este mundo y la explicación a todas mis preguntas. Mis manos se quedaron frías, yo parecía una sombra de lo que fuimos y parecía que lo había perdido todo, que me había quedado sin nada. Desde que se fue, algo me faltaba. No sabía muy bien lo que era, todo parecía alterado. Y era porque todos sus rincones, sus tiendas, su banco de la calle, su mecedora, su cama, el parque, su casa, etc., estaban faltos de ella. Todo me traía recuerdos suyos, hasta los paquetes de sus medicinas y la carnicería de su amigo Benito, por no hablar de los plátanos ni muy maduros ni muy verdes que Pedro siempre le guardaba para ella en exclusiva. Y yo solo quería llorar.



Fue como un terremoto, de la noche a la mañana, todo me parecía una pesadilla, algo que no había ocurrido en la realidad aunque era consciente de que estaba despierto. Me instalé como en una realidad paralela a este mundo, me resistía a reconocer la evidencia pues ella se me aparecía en todas partes, todo olía a ella, todo sonaba a ella, todos me hablaban de ella.

Siempre, todos los días, me gustaba pensar en lo que estaría haciendo en cada momento y nunca faltaban nuestras llamadas y, de vez en cuando, siempre que podía escaparme, visitas a su casa. Me gustaba estar con ella porque sentía que era feliz, que ardía en deseos de estar conmigo porque nadie le trataba con la paciencia y la comprensión con que lo hacía yo. Por otro lado, nadie presumía de mí, de mis notas, de los cuidados que le daba, de los mandados que le hacía, etc., como ella. Todo alrededor de ella era dulzura, amor, esperanza, ejemplo de vida sacrificada por la enfermedad y los disgustos y, a pesar de todo eso, una conmovedora sensación de que la fe mueve montañas. Y eso no me dejaba indiferente.

Pero ella se esfumó casi de repente, sin avisar y sin apenas darme tiempo de reacción o de asimilación de lo que estaba pasando. La tarde-noche del 16 de marzo de 2008 recibí una llamada avisándome de que estaba ingresada, de que esta vez no respondía extrañamente al tratamiento y parecía no superar la insuficiencia respiratoria que tantas veces la había llevado al hospital y que había superado como una campeona.

Hubo un momento en que pareció espabilarse después de que le dieran la cena y pude escuchar su voz. Fueron tres palabras porque no era capaz de hablar, se ahogaba. Su voz, rota, entrecortada, se me clavó en el alma y comprendí que me necesitaba allí. Le dije que no se preocupara, que iba a ir a verla y que pronto saldríamos del hospital. Rápidamente, como pude, con unos nervios espantosos, hice una pequeña maleta. Metí en ella lo justo y necesario pero, además, una camisa blanca y una corbata negra. Intuía, con una seguridad casi plena, que no iba a volver a Madrid con mi abuela en vida. Y me fui.

Cuando llegué al día siguiente, después de muchas horas de viaje y de 500 kilómetros, la acababan de sedar. Ya no aguantaba más y el médico lo creyó conveniente. No pude hablar con ella, ni siquiera hacer que me viera; solo la hablé y la besé cuantas veces pude. Me quedé con la incógnita de si los sintió o no. Me derrumbé mil veces, no podía soportar verla así. Me embargó la sensación de que le había fallado, de que no había sido lo suficientemente rápido, de que ya no había marcha atrás, de que se me estaba escapando delante de mis narices sin que ni los médicos ni yo pudiéramos hacer nada más que esperar; esperar que su sufrimiento fuese el mínimo posible.

Y todo pasó. Y yo no reaccioné. Me quedé anclado en ese día hasta bastante tiempo después. Justo cuando comprendí dos cosas: por un lado, que el tiempo no cura nada por sí mismo -cosa que se me repetía por activa, pasiva y perifrástica por todas partes- y que, por tanto, hay que aprender a vivir sin las personas que desaparecen de nuestro lado. Y los hay que aprenden antes y los que lo hacen después. Yo fui de los tardones porque, sin duda, se me fue medio corazón, se me desgarró el alma, se me abrió una úlcera que parecía imposible de cerrar. La otra cosa que pude comprobar es que, aunque no la vea, aunque no la escuche, aunque no la pueda besuquear, aunque no la pueda llamar, aunque no me pueda bajar a la playa con ella, etc., ella está en mis días más presente que antes.

Precisamente ahora
que lo que ocurre en realidad
es que no es necesaria tu presencia
para saber que estás en todas partes

Pepe Viyuela (2009): La luz en la memoria, Ediciones Amargord, Madrid.

Entro solo para saludarles, después de muchos días sin entrar por aquí. No puedo extenderme mucho porque estoy conectado a una red que no es la mía y no sé hasta cuándo podré estarlo. Ya llamé a Telefónica para hacer el traslado de nuestra línea de teléfono e Internet a la casa de alquiler, pero aun nadie ha dado la cara por aquí y, por tanto, estamos sin ambas cosas. Y, por tanto, sigo sin poder visitarles. Lo siento. Lo cierto es que lo echo de menos.

La obra, por fin, empezó el lunes y yo llevo en la casa de alquiler desde la madrugada del domingo al lunes. Esa noche terminamos la mudanza a las 03.30 horas. Pasamos un fin de semana terrible, en tensión continua, creyendo que no íbamos a poder acabar a tiempo y con la jodida lluvia que nos impedía llevar los colchones y muebles. Pero, aunque tarde y luchando contra los elementos, logramos acabar.

Una obra, como todos ustedes saben, implica prácticamente vivir para ella todos los días durante los meses que dure. A mí me gusta ayudar a mis padres. Mi padre está de baja, aquejado de dolores en la espalda por cuatro hernias discales y, encima, ciática en la pierna izquierda. O sea, que no puede hacer nada en lo que a movimientos y esfuerzos se refiere. Y mi madre se agobia al enfrentarse sola a todo lo que supone una mudanza y después una obra: corregir errores de planteamiento iniciales, rehacer el presupuesto, etc., etc. Así pues, en la práctica ocurre que es a mí a quien llaman los albañiles, el fontanero, el del aluminio, etc., cada vez que quieren que nos pasemos por casa. Yo controlo qué día se ha quedado con quién, organizo las cosas y se lo dejo todo muy clarito a mis padres, para que no se me aturullen. Además, soy muy perfeccionista y tengo mucha fuerza de voluntad y soy una muy buena ayuda para mi agobiada y asustada madre.

Y yo ayudo. Pero ayer, y eso que solo habían pasado dos días de obra, me cansé de ayudar y de ser bueno. Porque, no sé por qué, ser bueno no se aprecia, no vale nada, no merece la pena y es motivo suficiente para que te pisoteen. Resulta que vino el hombre del aluminio a tomar medidas para hacernos las ventanas. Y lo tuvimos que atender mi hermana y yo porque mis padres estaban en el médico. Yo le conté cómo quería mi madre las ventanas -lo habíamos hablado mientras comíamos- y él, al saber que queríamos decorar la casa en estilo rústico, me indicó que el aluminio podría hacerse imitando madera, con barrotillos y persianas también imitando madera y hasta con motivos dorados. Mi hermana y yo creímos que les gustaría y le dijimos que lo apuntara, que luego llevaríamos a mis padres a la fábrica para que lo vieran y dieran el visto bueno o se quedaran con ventanas más simples.

Pues bien. Fue llegar allí y abrirse la caja de los truenos. Mi padre diciendo que el mecanismo que hace que suban y bajen las persianas automáticamente -no hace falta cinta- era una mierda y se iba a romper cada dos por tres. El fabricante enojado al escuchar semejantes elogios hacia su trabajo y los materiales que utiliza e intentando defenderse. De hecho, esta mañana se ha quejado al albañil que nos está haciendo la obra, como es lógico y natural. Mi madre enfadada conmigo porque me había tomado la licencia de elegir cosas sin su consentimiento. Y mi hermana y yo no dando crédito. Tanto fue así que, al marcharnos, le tuve que pedir disculpas a Pedro, el muchacho del aluminio. Y la discusión entre nosotros cuatro duró hasta que llegamos a casa.

Por eso, ya me cansé de ayudar. Me he gozado una mudanza entera. He cargado con mesas, sillones, un sofá, colchones, más de mil libros míos y de los demás, dos ordenadores, la televisión, el equipo de música y todo lo que teníamos en casa porque mi madre tiene muy poca fuerza, mi padre no puede acarrear peso y mi hermana estaba de vacaciones. Vivo pendiente del móvil, me quito de mi tiempo para dedicárselo a mi madre y a la obra, he ido más de cinco veces a la nave de los materiales a acompañar a mi madre para elegir los azulejos y el suelo, la he llevado a tres fábricas de cocina, etc. Y lo que menos me esperaba era que me fueran a decir ayer que decido cosas sin su consentimiento y que es muy fácil gastar y comprar con dinero ajeno -con su dinero, que son ellos los que van a pagar la reforma, claro-.

Hasta ahí podíamos llegar. Mañana, sin ir más lejos, vienen los de la fontanería. A las 08.15 horas de la mañana. Y es importante porque uno de los baños hay que rediseñarlo pues la taza del wáter no se puede mover del sitio original -mi madre quería cambiarla de sitio para poner un armario con dos lavabos-. No cabe. Hay que ir para elegir otro más pequeño o recolocar las cosas que se quieren poner en él. Mi padre, a esas horas, no irá. Lo conozco como si lo hubiese parido. A mi madre le tocará ir sola. Se aturullará, se agobiará, no entenderá nada de lo que le digan, se sentirá aturdida con tanto inconveniente -también hay que hacer modificaciones importantes en la cocina-. Y me duele porque se trata de mi madre. Pero, como mi padre dijo, yo no soy quien para tomarme ciertas libertades y elegir cosas con un dinero que no es mío. Así que, si quieren, que vayan ellos.

Pero yo no puedo estar como un cabrón (con perdón) dejándome la piel en ayudarles para que luego me vengan en ese plan, a grito pelado, como si yo fuera un delincuente. No sé si será algo consustancial a toda obra -lo de discutir y no estar nunca de acuerdo- pero hay cosas que no se pueden tolerar. Que duelen y que no se pueden pasar, aunque también duela curiosamente dejar de hacer aquello que sale del corazón, que se hace por gusto de ayudar y sin esperar nada a cambio; solo un "gracias".

Que nadie se preocupe, por favor. Que no he desaparecido, ni me he muerto -tampoco se iba a perder nada del otro mundo-, ni la mudanza ha podido conmigo, ni estoy en prisión por haber atropellado a un peatón. Nada de eso. Es solo que acabo tan cansado todos los días que no tengo ganas de ordenador; solo de dormir y descansar.

Se podría decir que el grueso de la mudanza ha terminado. Ya están en la casa de alquiler un sin fín de cajas con nuestros 1.215 libros; ropa; juegos de cristal, porcelana y café; el DVD, el vídeo y los mandos para el manejo de este tipo de aparatos, etc. Lo primero fue limpiar -deshollinar, diría yo- aquella casa para, después, poder empezar a llevar cajas. Con la ayuda de una carretilla plegable que no da para mucho, la verdad, hemos podido ir llevándolas. También hay cosas y enseres que no se llevan en cajas porque son de uso diario o porque son tan grandes que se han llevado como se ha podido, a paso febril y sudando lo que no está escrito.

El resultado de todo ello ha sido un cansancio mortal. Agujetas en los brazos, dolor en las muñecas, hormigueo en las manos, etc. Aunque aun queda llevar las camas, la ropa que ahora estamos usando y demás efectos personales, lo cierto es que estoy aprovechando esta semana para descansar lo que puedo después de dos semanas horribles. Ya solo falta que el albañil nos diga que ha acabado la obra que tiene que terminar en exterior en no sé qué pueblo madrileño -jodida lluvia- y que es todo nuestro.

Por otro lado y en tanto que las obligaciones siguen su curso en paralelo a la mudanza, el miércoles pasado -hace una semana- aprobé el teórico de conducir y antes de ayer empecé con las clases prácticas por Madrid capital. Ya conocía, gracias a las enseñanzas de mi paciente padre, el manejo y funcionamiento de los pedales. Pero eso no es conducir. Conducir es tener los huevos suficientes como para enfrentarse al enjambre de coches que entran por Conde de Casal desde la A-3, a los taxistas impacientes y a los autobuseros suicidas. Tres o cuatro pitorradas me han dado ya porque, supongo, el de la Autoescuela siempre tiene la culpa de todo. Ayer, una moto me sorprendió adelantándome por la derecha en la incorporación a una calle desde una rotonda. Vaya susto. Y, el lunes, tuve que dejar que me rebasara un taxista que, de haber podido, me habría pasado por encima.

Por lo demás, se nota que soy novato y que no he desarrollado aun la capacidad de atender al tráfico, vigilar los retrovisores y a los que vienen por detrás, mirar las señales y atender a la profesora. Todo al mismo tiempo. Me resulta imposible. Y, claro, acabo las clases con la cabeza como un bombo, salgo del coche en estado de shock y, creo, con cara de no haberme enterado de nada. Hoy me ha explicado lo que los examinadores entienden por paradas y, la verdad, no me quedó muy claro. Eso sí, dos veces que he aparcado y las dos lo he hecho genial. Las rotondas se me resisten un pelín, especialmente si son de varios carriles y con semáforos, donde hay que fijarse en los demás conductores y en ir cambiándose de carril para poder salir de la rotonda en la salida que nos convenga. Y es que cada cual conduce como le sale de la punta de la p... Tres días me han servido para comprobarlo y me indigna que luego vayan pitando. Dan ganas de bajarse del coche y liarse a guantazos pero, no sé, quizá eso sea falta grave y motivo para que el examinador te ponga un suspenso el día del examen.

Al principio, lo de frenar era una cosa terrible. Siempre que me tocaba hacerlo -lo de frenar, se entiende-, me echaba a temblar porque, al ser tan brusco, mi profesora y yo nos marcábamos un Paquito Chocolatero. Aun me sigue pasando, aunque cada vez menos, también es verdad. Y observo que, cada día que pasa, ella me ayuda más con los pedales, o sea, que voy de mal en peor. Eso -que me ayude- me pone de muy mal humor. Hoy, tan perfeccionista como me gusta ser, he acabado con ganas de darle una patada a algo del cabreo que llevaba; no me veo avanzar. Con el embrague me ajunto a ratos, tiendo a levantarlo muy rápido y, claro, o se cala o nos pega unos meneos al reducir de marcha que parece que estamos bailando la mayonesa, ella me bate como haciendo mayonesa del grupo Chocolate, ¿recuerdan? El acelerador me gusta más; tanto es así que ayer, circulando por Doctor Esquerdo desde Pacífico, me puse a 65 kilómetros por hora en tercera. La profesora me preguntó que si íbamos a apagar un fuego y que no podíamos rebasar en poblado los 50 kilómetros por hora que todos los demás conductores se pasan por el arco del triunfo.

No sé la impresión que tendrá mi pobre profesora sobre mí, imagino que los habrá peores y mejores; ni tampoco le he querido preguntar si observa que hago progresos o si voy para atrás como los cangrejos. Creo que voy para atrás porque hoy me ayudó mucho con los pedales o, en su defecto, tenía un tic en los pies.

Ya ven, ando un poco desaparecido por los coletazos de la mudanza. Pero, por favor, no lo duden ustedes ni un minuto, en cuanto nos hallamos trasladado, volveré a su lado, les leeré y les comentaré como antes. Yo sé que es duro hacerse a la idea de estar sin JotaEfe, que sus blogs están desangelados sin mi presencia, que sus días no son lo mismo sin mis entradas, que todo es dolor y rechinar de dientes y que conmigo se está como con nadie. Pero volveré, lo juro. Yo también les echo en falta. Perdonen que no comente sus entradas, ni les visite. Un abrazo para todos.

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